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Mié, Dic

El revés del poder

Columnas de Opinión
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Escrito por:

Tulio Ramos Mancilla

Tulio Ramos Mancilla

Columna: Toma de Posiciones

e-mail: tramosmancilla@hotmail.com

El nivel de civilización de una sociedad se puede medir por el grado de hipocresía que se despliega en ella frente al abuso de tecnicismos jurídicos, para, entre otros fines, cumplir con una agenda política particular.

Si bien cada quien tiene una -no es eso algo que esté prohibido, al contrario-, la fuerza moral de un conglomerado social cualquiera radica en poder desenmascarar al que trata de imponerla impunemente, descaradamente. No estoy hablando de la desamparada Colombia, desde luego: país de población vulnerable en cuanto a verdadera ideología, saturado de pasiones politiqueras, aunque vaciado de contenido en la inevitable confrontación de los extremos. Colombia grita por boberías alimentadas por caciques electoreros, pero calla por lo importante democráticamente. ¿Suena familiar?
Es posible, sin embargo, que muchos de los ilustres lectores piensen: pero, ¿y quién dijo que queremos ser civilizados en el sentido en que usted lo dice?: No -piensan, sin saberlo-, lo que en verdad debemos ser en este país es la concreción de esa extraña combinación de patrioterismo de cabalgata mafiosa con gustosa genuflexión pro-yanqui (piti-yanqui, como el gran Hugo Chávez bien lo describía). Todo un sabroso sinsentido: por un lado, se ve un paisaje de "armados hasta los dientes", machos cabríos dispuestos a arreglar el asunto a bala cada vez que haga falta, y el que estorbe que se atenga a las consecuencias. Esto suelen decirlo acompañados por otros, nunca solos. De otra parte, es posible apreciar cómo la idiosincrasia local se alimenta del deseo por la aprobación gringa, y en ese sentido, entrega el control de su destino a un modelo de neo-civilización que ni los mentores del Norte entienden del todo (aunque tal vez Rusia les haga ver su suerte pronto, y entonces aprendan).

En este mapa, el procurador Ordóñez representa el lado colombiano de matón de barrio (con un revólver, o con la ley: da lo mismo), que, por más bravo que parezca, es sólo alguien que necesita de una cuadrilla de apoyo para hacer lo que hace. Y Santos es el ejemplo vivo del adiestramiento recibido por toda una clase social (la "dirigente") mediante décadas de invasión norteamericana nunca reconocida: la hipocresía pública en pasta. Entre ambos han logrado lo que se veía venir, aunque a un alto costo para ellos. En cuanto a Colombia -y no sólo a Petro-, la derrota no es tan grande como pudiera pensarse: sostengo mi tesis de que todo lo que está pasando en los últimos años hace parte de un proceso histórico de acomodamiento que eventualmente podría estabilizarse, cuando los actores del sistema político sepan honrar al derecho que manda su actividad oficial.

Somos toda una comunidad hipócrita frente al abuso de poder. Y por eso han podido, ahora los dos, Ordóñez y Santos, perfeccionar el acto criminal contra Petro. En un escenario más deseable, la reacción habría tenido que ser de general rechazo activo, pero lo que se percibe apenas es el silencio de estupefacción que invita al pesimismo inhibitorio, a la resignación. Menos mal que Colombia ha demostrado ser más que eso, y que este camino no tiene reversa.