Cuando las mujeres pasan de los treinta se ponen más interesantes. No lo digo acaso porque yo mismo tengo más de treinta (treinta y dos cumplí el otro día, sin pena ni gloria), pues, por el contrario, creo que cada vez me hago más previsible y aburrido -egocéntrico y ridículo- como la mayoría de los tipos que conozco.
Ellas, en cambio, no. Noto que la tenue maduración de las cualidades femeninas es, ciertamente, uno de los premios inesperados que reciben quienes con su suavidad hacen de este lugar común que es el mundo una cosa más agradable de ver. Pero con madurar no quiero decir marchitar, que esa es la clase de riesgo que corren quizás las menos afortunadas de la ruleta, como endurecidas en la crudeza de la intemperie a la que, a veces, se someten por sí solas.
Tengo estas grandes ideas en la cabeza, y quería escribirlas (y lo hago), a raíz de una charla de hace poco que sostuve mientras almorzaba con una simpática amiga treintañera, a quien impresioné usando de una de mis famosas y nunca derrotadas teorías sobre la guerra de los sexos.
Por eso estoy aquí, digamos, validando lo que dije. A ver qué pasa. Mi tesis era muy simple. Cuando las mujeres deciden terminar una relación con un sujeto, lo hacen, y ya; y esto es así porque en realidad suelen estar mejor preparadas para manejar sus emociones en esos casos de lo que lo estamos los huérfanos hombres. Agregué a mi paciente escucha que la explicación para eso era, también, muy simple, simplona casi: ustedes -le insistí- se entrenan desde chiquitas para lidiar con sus aparentes debilidades, y, con el tiempo las dominan, haciéndose fuertes desde la necesidad colectiva reconocida. Nosotros, por otro lado, pobres diablos, nunca pensamos en nada de eso, y si lo hacemos, y le comentamos a un colega algo sobre ese tipo de cosas, podemos resultar físicamente golpeados. Y con razón.
A esas alturas ya mi compañera de cháchara había bajado la guardia que siempre hacen levantar estos temas. Prefería entenderme. Y entonces percibí eso que las mujeres no siempre saben que tienen, pero que las hace generalmente brillar sin esfuerzo. Si hubiera estado tratando de convencer a otro como yo nos habríamos trenzado en un toma-y-daca de argumentos interminable y cansón.
Pero, por el contrario, a ella le parecía que yo podía tener algo de razón, y no tuvo problema en concedérmelo. O en alimentar la búsqueda de la verdad. Pues a la mujer le preocupa naturalmente que la verdad prevalezca; a los hombres no.
Cuando las mujeres pasan de los treinta se ponen más interesantes porque es cuando más se parecen a lo que consideran cierto en sus vidas. Ellas pueden mostrar sus incertidumbres mejor que nosotros, y de esa forma, irónicamente, las neutralizan. Así, la inseguridad femenina no existe: es no más que una invención deliberada para parecer más encantadoras.
Los treinta, o simplemente la madurez, hacen que la clemencia se instale en sus pensamientos cotidianos. Además la maternidad las hace dueñas de la humanidad, y por eso lo piensan dos o tres veces antes de hacer daño. A falta de razones menos prácticas para tratarlas bien, debe recordarse que sólo nos hacemos hombres con ellas, por ellas, y en ellas. Qué más hay que decir.