Los Estados han de poner las medidas necesarias que estabilicen los mercados financieros. De lo contrario, la pobreza se ensanchará, las desigualdades serán manifiestas y además aumentará el déficit de financiamiento para luchar contra el cambio climático, lo que requiere a los países ricos, poner fin a la crisis de la deuda.
Necesitamos, pues, que tanto las empresas como las familias puedan superar este periodo de profunda recesión mundial, mediante acciones concretas de políticas fiscales responsables, de luchas conjuntas contra la inflación, para avanzar en el desarrollo sostenible y en el espíritu cooperante, a fin de reforzar sustancialmente los sistemas de gobierno global. Indudablemente, hace falta que se destine más capital para la acción climática, pero también es menester, a través de reglas y controles adecuados, restaurar la ética en el orbe de las haciendas.
Desde luego, la economía no puede funcionar si no lleva en sí un componente moral, que nos fortalezca de este acontecer de fragilidad y volatilidad. En consecuencia, estamos ante el instante providencial y preciso para instaurar el cambio global, con voluntad política de una mejor gestión y de una razonable regulación de mercado. También es menester avivar, con suma urgencia, un espíritu más solidario y comprometido, para impulsar la creación de empleo decente, con salarios dignos, que es lo que en verdad reactiva el avance.
Ciertamente, nos encontramos en una fuerte crisis mundial, con una lista de graves peligros, como las contiendas inútiles, las catástrofes climáticas y la pobreza, pero por muy palpable que sea la recesión, hay cuestiones que no pueden dejarse para mañana, como son los empleos dignos, la educación de nuestros hijos como herramienta de cambio y la atención sanitaria integral. Quizás tengamos que reorientarnos, reconstruirnos, de manera que nadie quede en la cuneta. Los diversos gobiernos, con sus liderazgos al frente, deben invertir como nunca en la salud, en las áreas formativas y también en la mano tendida hacia esos refugiados y migrantes, que también tienen derecho a un bienestar natural.
En efecto, nada de lo que le ocurra a otras naciones nos debe resultar ajeno e, igualmente, nada que sea humano debe resultarnos extraño. Hay que hacer piña para todo; puesto que la ciudadanía individualmente tampoco progresa, estamos predestinados a desarrollarnos unidos e indivisibles, para saciar esa necesidad de amor y cuidados que todos requerimos en nuestro paso por la vida, cuya evolución y desarrollo no puede dilatarse en el tiempo. Sin duda, hay que comenzar por la seguridad alimentaria, pero también por invertir más y mejor, sin tantos frentes abiertos ni fronteras levantadas, que ensombrezcan un mundo cerrado y encerrado en las miserias humanas.
Lo trascendente es abrirse, porque la sociedad cada vez más globalizada también nos hace más próximos, pero no más compenetrados. En realidad, nos falta ese proyecto para todos, para la humanidad entera, donde se viertan esfuerzos conjuntos y abecedarios reencontrados, universalizando los derechos humanos, que son los que verdaderamente estabilizan la concordia, frente a una aparente seguridad apoyada por una mentalidad de miedo y desconfianza.
Reconozco que no es fácil tomar ese rumbo común, en medio de un aluvión de frustraciones, de soledad y de desesperación; pero, nada es imposible, es cuestión de querer modificar actitudes y de propiciar el cultivo de la mente con el corazón. Por ello, han de cobrar sentido otras expresiones más auténticas, sabiendo que el mundo existe para todos y para todos ha de consensuarse, con la lógica de la verdad que siempre triunfa, asumiendo el laboreo del efectivo diálogo como camino. Puede que antes, tengamos que apartar de la mirada, aquellos horizontes adinerados, insaciables e insociables, así como las tendencias ideológicas repelentes, que todo lo manipulan y confunden a su antojo y capricho. La firmeza, pues, es esencial.