El tema de la existencia de Dios siempre ha estado presente –omnipresente, diríamos-, en el desarrollo del conocimiento, aun a pesar del florecimiento de las ciencias, que en ciega soberbia han pretendido sepultar la fe y todas las manifestaciones de trascendencia espiritual.
Desafiando el ateísmo más antiguo: como el de Leucipo de Mileto (430-370 a.C.), de Protágoras (463-395 a.C), de Cicerón (-“De Natura Deorum”-, de Sócrates (399 a.C.), de Epicuro (300 a.C.), para quien el universo era gobernado por leyes al azar, sin intervención de ninguna deidad; pasando por el oscurantismo de la Edad Media, y del breve oasis de la Europa cristiana, con las 5 vías de Tomas de Aquino, y la Suma Teológica (siglo XIII); y del argumento ontológico de Anselmo de Canterbury, padre de la Escolástica, (“Dios, aquel del que nada más grande (que El) puede ser pensado”), pasando por el Renacimiento y la Reforma, hasta llegar a Francia del siglo XVI, cuando se acuña el término y se elabora el ateísmo como disciplina. Tomas Hobbes y Spinoza, después.
Tras ese largo discurrir, la Ciencia finalmente cede ante la imposibilidad de explicar muchos episodios inaprehensibles para la mente humana, y que tampoco tienen cabida en el discurso evolucionista de Darwin, iniciándose, así, la procesión profana de trasladar a los dioses de madera y arcilla, de los altares, al sigiloso escrutinio de los laboratorios, de la mano de la neurología y la neuroteología, que insisten en aproximar y ubicar, materialmente, a Dios en el entramado celular del complejo cerebro del Homo- Sapiens, o en la elegante doble hélice del ADN, que todos poseemos.
El neurocientífico canadiense Michel Persinger, tras cientos de experimentos, concluye que la “morada de Dios”, reside sobre las orejas, en los lóbulos temporales, una de tantas hipótesis.
Deam Hammer, tras analizar más de 2000 muestras de ADN, concluye en su libro, que la espiritualidad y la religión están ligadas a ciertas sustancias químicas presentes en el cerebro. En el gen VMAT2 (trasportador vehicular de monaminas), dice, se anida la fe y es el semillero de los sentimientos de trascendencia, místicos y de manifestaciones espirituales, como la meditación y la oración.
Así que, apenas comienza la búsqueda científica de la divinidad en el hombre, abriéndose una polémica que promete ser de inacabado interés. ¡Nada más que la búsqueda de Dios en las moléculas del hombre!