No hay gobierno responsable que pueda cerrar el paréntesis de la pandemia y seguir campante con su programa de antes, como si nada hubiera pasado.
Como si el impacto del aislamiento y el cierre de todo un país hubiera sido lo de menos para las oportunidades de subsistencia de amplios sectores sociales, las finanzas del estado, la marcha de las empresas, el ánimo de la gente, y la prosperidad general.
Como si hubiera acertado absolutamente en todo y no hubiese nada qué explicar, ni qué corregir. Seguir así nomás sería avanzar sobre premisas inciertas.
El presidente Virgilio Barco rompió la tradición de reparto del poder entre los partidos tradicionales y planteó el llamado “esquema gobierno-oposición”, que causó espanto entre los adictos a la teoría de que nadie podía quedar por fuera del gobierno. Interpretación peregrina y oportunista de la democracia que solamente contribuía a debilitarla.
Afortunadamente la Constitución de 1991 abrió, así hubiese sido tímidamente, el espacio institucional para el ejercicio protegido de la oposición, dentro el sistema, que tardó casi cuatro décadas en formar parte del paisaje político, a raíz de los acuerdos de paz de hace cuatro años.
Elemento esencial de la democracia, la oposición debe representar la expresión permanente y renovada de una visión alternativa a la de quien está en el poder, a su proyecto político y a sus acciones en la conducción del aparato del gobierno. Los escenarios para su ejercicio son muy variados.
Por supuesto que los foros de las corporaciones públicas son los más propicios, pero también se puede ejercer, de manera constructiva, cuándo y donde quiera que exista algo qué aportar al bien de la sociedad. En el seno de cada democracia debe existir un diálogo abierto y permanente entre gobierno y oposición, con la mirada puesta en la responsabilidad común de ejercer un liderazgo colectivo.
Todo gobierno será pasajero. Gobernar no puede consistir en hacer, de manera exclusiva, aquello que la inspiración o los intereses propios o de un grupo consideren conveniente o necesario. Siempre será útil escuchar otras voces, conocer visiones diferentes, sobre la base de denominadores comunes, que no pueden ser otra cosa que esos acuerdos sobre asuntos fundamentales que deberían estar a la base de la acción del estado a lo largo de los grandes procesos históricos, como el de la reconstrucción post pandemia y el cumplimiento de propósitos nacionales ya establecidos.
Hacer oposición política es una forma de ejercicio de derechos y consolidación de libertades.
Por supuesto que no se trata de oponerse a todo de manera intransigente, quejarse por nimiedades ni llamar al desconocimiento de lo que hagan los gobiernos, cuando a alguien no le guste.
En su ejercicio hay una especie de ética del respeto por las instituciones y por las reglas de juego del Estado de Derecho.
Al gobierno y la oposición les caben responsabilidades diferentes en cuanto a la gestión de los asuntos públicos, pero similares en cuanto al compromiso con el bien colectivo, con el desarrollo institucional, y con el manejo de grandes problemas.
En toda circunstancia, el funcionamiento de un sistema democrático requiere de un diálogo entre el gobierno y la oposición. A la salud de la democracia colombiana le convendría que, justo ahora, el gobierno y la oposición entablaran un diálogo sereno y fluido sobre los problemas y el destino de la nación.
Dialogar con la oposición no significa abandonar, ni vender, el proyecto político de un gobierno. Más bien significa un acto de responsabilidad. De compromiso histórico con el sistema democrático.
Los encuentros de gobierno y oposición no deben ser entendidos, ni desde dentro ni desde fuera, como actos de rendición, de confabulación, de acuerdos oscuros, de alianzas indebidas.
Una nación anhelante, exhausta a la salida del túnel del aislamiento y el encierro, deseosa de reparar, entre otros, los daños de la pandemia, espera del conjunto de su liderazgo un ejemplo de concordia y reconciliación que debe trascender a todos los escenarios de la vida nacional.
El gobierno nacional debería señalar el ejemplo y establecer la costumbre de reunirse, uno por uno, con los jefes de la oposición, y con los representantes de las principales fuerzas políticas, para conocer sus puntos de vista sobre la coyuntura que vivimos y sobre el futuro que nos espera.
La nación interpretaría las imágenes de esos encuentros como símbolo de reconciliación y de civilización política. Si a partir de ellos fuese posible conseguir acuerdos que contribuyan a la reconstrucción de bienes y espíritus afectados por una conjunción de fenómenos preocupantes y ostensibles, y enderezar el rumbo de grandes propósitos nacionales, podríamos estar orgullosos de un liderazgo que en lugar de permanecer en el Siglo XIX, se proyecte en forma democrática hacia el Siglo XXI.