La memoria es conocimiento y el conocimiento es un asunto de interpretación y reflexión, no de olvido. La memoria es un campo de batalla en el que la historia de vencedores y vencidos es puesta a prueba.
La memoria no puede ser reducida a lo que los diccionarios dicen que algo es o fue. No es una mera facultad interna de recordar lo pasado. No puede ser reducida a un archivo en el que se guardan cosas, por el contrario, es algo vivo, como el lenguaje y la vida humana en el diálogo. El terreno de la memoria son los recuerdos que se niegan a ser archivados, en el que nada se considera clausurado. Es recordar para revisar.
Es ese ‘recordar para revisar y restaurar todo humano’ lo que penetra en los rincones en los que la oscuridad necesita luz para esclarecer lo que requiere ser esclarecido, a fin de reconstruir la historia para hacer justicia con los seres humanos.
La historia, en especial la oficial, tiene en la memoria su enemigo radical, en la medida en que reta todas sus veleidades e invita a que revisen todo. Es un asunto hermenéutico y de justicia en una sociedad. La memoria es, en gran medida, la aliada angelical de una justicia que reclaman los excluidos de la historia.
El mito de que la verdad no intenta ser apropiada y construida por el poder dominante, como declaró Platón, no es más que un mal mito. Por el contrario, el poder político imperante construye la historia oficial como verdad.
Así nos lo recuerda Juan Pabón Arrieta, al citar a Michel Foucault en “Memoria y justicia transicional. Un concepto humanista de lo que debe ser la justicia transicional”: “Hay que acabar con ese gran mito. Un mito que Nietzsche comenzó demoler al mostrar en los textos que hemos citado que detrás de todo saber o conocimiento lo que está en juego es una lucha por el poder. El poder político no está ausente del saber. Por el contrario, está tomado por este”.
Esta cita de la obra “La verdad y las formas jurídicas” de Foucault, a la que acude Pabón Arrieta, es de suma vigencia en este momento en el que se conmemora el Bicentenario de la Independencia que, según la historia oficial, tiene dos fechas oficiales: el 20 de julio de 1810 y el 7 de agosto de 1819. La memoria, en rescate de la verdad se niega a aceptarlas porque excluye a la sociedad y a sus miembros.
Ni el 20 de julio de 1810 existió una declaración de Independencia del reino de España, ni el 7 de agosto de 1819 se alcanzó nuestra Independencia. Es que en batallas no se construye un Estado soberano, este se logra cuando es expulsado el invasor y la nueva república domina un territorio mediante leyes y autoridades propias.
Esta historia oficial necesariamente tiene que abrirle el camino a una nueva que nos incluya. No una versión centralizada de la Independencia y de héroes. Necesitamos una revisada por la memoria en la que quepamos todos.
Por lo cual, invito, en esta fase de regionalización, a la construcción de las historias locales de la Independencia fundada en la construcción de nuestras instituciones políticas y jurídicas. Una labor que en forma seria y juiciosa está haciendo la Academia Colombiana de Jurisprudencia con su trabajo “Historia Constitucional de Colombia”. Esto debe ser profundizado desde las regiones. El Bicentenario no puede olvidarnos a todos y a nuestras cartas constitucionales.