La Tierra agoniza. Los responsables, nosotros los humanos. Desde el inicio de la Era Industrial, la creciente y febril utilización de combustibles fósiles, más allá de la comodidad y el bienestar que trajo, le produjo una irreversible enfermedad a nuestro planeta: la contaminación ambiental. Tan avanzada está que, a mitad de este año, ya hemos agotado todos los recursos de 12 meses, entrando ya en déficit ambiental. La Tierra tiene recursos finitos, cada vez más escasos, con una creciente población de 7.600 millones de humanos.
Las especies necesarias desaparecen, el aire es cada vez menos respirable, el agua escasea y está contaminada, hay bosques y páramos en vías de extinción; inexorablemente, vamos rumbo al cataclismo final. La isla de plástico del Pacífico, ese séptimo continente localizado entre Hawái y California, está formada por 1.8 billones de piezas plásticas arrojadas al mar que juntan 1,6 millones de kilómetros cuadrados, es tan grande como México, y crece aceleradamente.
Soluciones las hay todas, y muchas más vienen en camino. Unas poco prácticas, otras posibles que enfrentan la codicia de unos pocos a quienes nada les importa el planeta y la humanidad. Pero hay personas y organizaciones que luchan contra la indiferencia de muchos, la inacción de las autoridades y la rapacidad de unos cuantos, incluyendo algunos mandatarios cómplices de tal degradación. La dependencia de combustibles fósiles y su extracción irresponsable, especialmente el fracking, parece una maldición sin exorcismo. No obstante, los gobiernos responsables educan a sus ciudadanos para crear hábitos de amabilidad ambiental, prohibir o castigar el uso de materiales no degradables, y premiar las buenas prácticas ambientales.
Bundanoon, Australia, en 2009 fue la primera ciudad del mundo en prohibir las botellas de plástico desechables. Le siguieron Concord y San Francisco en los Estados Unidos, después los estados indios de Bihar, Sikhim y Maharashtra. Hong Kong y Canadá se sumaron, y ya muchos países hacen parte de ésta cadena. Pero las presiones de poderosos sectores de producción y comercialización de plásticos han impedido acciones más contundentes y efectivas.
El automóvil le gana la batalla al transporte público masivo que en Colombia es de pésima calidad, funcionalidad y comodidad, además de contaminante en muchos casos, Bogotá se allana al Transmilenio mientras obstinadamente se le ofrece un “metro” elevado, inadecuado y sin estudios técnicos a la fecha, y se fomenta la compra de buses Diesel, prohibidos en algunos países europeos. A cambio, se desecharon los estudios del metro subterráneo que merece nuestra capital. Medellín se ahoga en el smog, el río Magdalena se convirtió en la gran cloaca, y los mares se contaminan de mercurio y otros minerales tóxicos provenientes de la minería, particularmente la ilegal.
Sí, de algo ha servido en Colombia el paliativo de castigar tibiamente el uso de bolsas plásticas para las compras en almacenes. Pero estamos demasiado lejos. El asbesto sigue lesionando los pulmones de los colombianos, el PET es el principal componente de los envases y empaques, y se venden carros particulares, muchos a Diesel, cuyos agresivos conductores desestimulan el uso de la bicicleta y medios alternativos de transporte, gracias a la desidia de las autoridades.
¿Qué hacer? Reducir, reutilizar y reciclar; tres acciones sencillas que ayudan muchísimo. Reducir el uso de materiales contaminantes: en el mundo civilizado se usan empaques de papel o cartón a cambio de los plásticos no degradables. Se reutilizan materiales: los grandes contenedores para comercio o vivienda, por ejemplo. Y se recicla mucho; en países como Noruega o Alemania se recicla allí casi todo el PET mientras se desestimula su fabricación al tiempo que se premia al ciudadano que devuelve las botellas. No hace mucho, Seattle prohibió los pitillos, a partir de 2019 lo hará Escocia y la Unión Europea busca hacerlo en todo su territorio. Un proyecto de ley, refundido en los recovecos de nuestra Cámara de Representantes, busca prohibir el uso de plásticos no biodegradables en el archipiélago de San Andrés; a esperar sentados.