El pasado domingo, 24 de enero, el país fue testigo de numerosas manifestaciones con un amplio pero difuso pliego de reivindicaciones sociales, económicas, ambientales y políticas. Algunos manifestantes reclamaban un aumento real y digno del salario mínimo, protestaban contra la venta de Isagen y la posible reforma tributaria con el lacerante aumento del IVA, entre otras cosas. Otros con un tinte más capitalino, denunciaban los ya anunciados recortes en salud, educación y cultura, anunciados por el actual alcalde Enrique Peñalosa.
Otro grupo, con un acento más ambiental, alertaba sobre los efectos del cambio climático y la voracidad minera, que ya tienen a muchos municipios con racionamiento de agua y seguramente someterá a algunos próximamente a los recordados 'apagones'.
En el escenario apareció también un considerable sector, indignado con los diálogos de paz que se adelantan con las Farc-EP y los que ya se anuncian con el ELN. Publicitaba la falsa noticia de que a cada guerrillero se le pagaría un millón ochocientos mil pesos ($1'800.000) de sueldo, y exigía que se aumentara el salario mínimo a ese monto, para ser justos.
Sin duda, es una cifra mucho más acorde a los gastos de un ciudadano del común, estoy de acuerdo con ésta. Pero el problema aquí es que ese anuncio es falso y sólo alimenta odios que nada convienen ahora; y además, lo que se necesita para hacer digno el salario mínimo y las condiciones laborales de las y los colombianos es eliminar las exenciones tributarias a las empresas transnacionales, a las que nos hemos arrodillado en devoción para generar 'confianza inversionista', y también reducir el salario de los congresistas que casi no se aparecen en las sesiones, y cuando están, tienen la boca abierta y los ojos cerrados.En todo caso, lo más saludable de la jornada es que aun cuando hubo posturas tan diversas, distantes y hasta contradictorias, no hubo muertos. Algo plausible en un país de tanta intolerancia, de temor por el debate y la batalla de ideas, de desprecio por la diferencia y el diálogo, de odio por lo que desafía el statu quo. Basta con recordar cómo en 1949, en la Cámara de representantes un acalorado debate entre liberales y conservadores terminó en un tiroteo a pocos minutos de iniciada la sesión. El saldo: un muerto, el representante liberal Gustavo Jiménez, y varios heridos.
Un episodio vergonzoso que demuestra hasta qué punto pudo llegar el odio y la violencia política en Colombia, así como en qué punto empezó y quiénes han sido los primeros en dar ejemplo de que lo que no se resuelve en palabras, se hace a tiros. Por supuesto y con toda veracidad, no fueron las guerrillas, sino la clase política, acomodada, criolla y blanquecina. Ahora que el país se asoma a una de las mayores posibilidades de paz en toda su historia, es necesario reflexionar sobre la democracia, uno de los requisitos insoslayables para que en Colombia dejen de sonar los disparos. Nunca descansaré en insistir que la miopía y obstinación de la dirigencia política que ha pertenecido al mismo linaje durante dos siglos de vida republicana, han sido las responsables de esta guerra fratricida.
Demonizar el pensamiento crítico, laico, distinto, propositivo y desafiante, ha sido la práctica medieval que aun hoy en día ejercen las ramas legislativa, ejecutiva y judicial, así como los organismos de control, como la Procuraduría. Para la muestra un botón: el encarcelamiento de uno de los académicos más brillantes de Colombia, Miguel Ángel Beltrán, acusado de ser intelectual de las Farc-EP, con pruebas apresuradas y cuestionadas.Lo más irónico aquí, es que esas instituciones que se erigen como autoridad y ejemplo moral, son las más carcomidas por la corrupción, la falta de ética, los abusos y excesos y la degradación. Para la muestra otro botón: el escándalo sexual y laboral del Defensor del pueblo. Por ello, replicando a un colega al que le oí esta frase en una asamblea estudiantil, debemos acudir a la calle que es el espacio más democrático que existe, dándole ejemplo a dichas instituciones cerradas, mientras se reforman para la paz.
Por: Sebastian Herrera Aranguren
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