Escrito por:
María Padilla Berrío
Columna: Opinión
e-mail: majipabe@hotmail.com
Twitter: @MaJiPaBe
Estudió economía en la Universidad Nacional de Colombia y actualmente se encuentra terminando sus estudios de Derecho en la Universidad de Antioquia. Nacida en Riohacha, radicada en Medellín. Ha realizado varias investigaciones académicas con la Universidad Nacional y se ha desempeñado como ponente en diversos eventos académicos a nivel nacional e internacional. En la actualidad es dependiente judicial y dirige el cine club de la Facultad de Derecho y Ciencias Políticas de la Universidad de Antioquia.
Un pequeño poblado, de unas cinco o diez calles polvorientas, a lo sumo, con una plaza central que, según las foto que vi en la sala de la casa de mis abuelos todos los días de mi infancia, no es ni sombre de lo que fue en otrora. Casas grandes, con familias numerosas, todas coincidiendo en la rutina del día a día, emparentadas genéticamente algunas, otras aduciendo familiaridad en razón de la cercanía y el aprecio.
Al fondo, muy de madrugada, los gritos del señor que pasa con una olla en la mano gritando “tortuga”, vendiendo raciones del típico desayuno guajiro en frascos de vidrio de compota. Y ya en el alba, con los primeros rayos de luz, el pito de la carreta que anuncia la leche, dan por terminada la noche.
Los primeros rostros se descubren en la puerta de la calle, en la terraza, arropados de holgadas y largas mantas, con escoba en mano. Las ventanas de las casas aún están cerradas, la puerta entreabierta apenas alcanza para descubrir que, adentro, todavía duermen.
El “jefe” de la casa, pocillo de tinto en mano, radio encendido, alista la mecedora para leer la prensa, antes de alistarse para emprender las demandas del día. La “chinita”, que seguramente llegó siendo una niña y se ha criado con los patrones, empieza los quehaceres de la casa. A lo lejos, ya con el sol amenazando con erigirse en su máximo esplendor, las lanchas de los pescadores se acercan a la orilla, y entre arena, chinchorro y palmeras, se apresuran a vender las víctimas marinas que cayeron en sus redes, y que serán el almuerzo.
Las campanas de la iglesia anuncian el compromiso de ir a dar gracias a Dios por un nuevo día, mientras los niños se alistan para otra jornada escolar. El muelle, al fondo, se erige desafiante, mientras las olas del mar amenazan con derribar las desvencijadas tablas que tejen el camino mar adentro. Del otro lado, en la calle, pasan las “chinitas” con las poncheras de pescado en la cabeza, listas para recorrer las polvorientas calles.
El profesor Lallemand se alista para dar su clase. A su vez, las paredillas de la Divina Pastora y el Liceo se preparan para ser vencidas una vez más por los muchachos que se “vuelan” de clases para terminar haciendo clavados maravilla desde la punta del muelle. El teatro Aurora y el teatro Olimpia exhiben sus carteleras, mientras los riohacheros se preparan para la función de la noche.
Los viejos, casi que los fundadores de esa gran aldea, se congregan en las bancas del parque, frente a la estatua del Almirante que yace al pie de la Catedral. Conversan de política, fútbol, música… Todos tienen la razón, nadie es vencido en su opinión. A lo lejos, ya en la tarde, con los vientos alisios, retumba la banda de guerra de la Divina.
Cualquier día, cualquier tarde, la rutina se interrumpe al son de las campanas que anuncian el entierro de alguno que se le dio por decir adiós, de esos que mueren de “viejo”, o simplemente “de repente”. Como es de esperar, dado que casi todos sueñan con entierros tumultuosos, el sepelio se lleva a cabo en medio de una muchedumbre. Después del cementerio todos se dirigen a la casa del difunto, donde departen la comida que les ofrezcan, en medio de la muchedumbre que se congrega debajo de las carpas alquiladas, en la mitad de la calle.
Los velorios, a la hora de la verdad, vienen siendo un espacio recreativo para quienes asisten, pues, al son del sentimiento de abandono del que ya no está, se entablan conversaciones, y sirven de reencuentro con esas personas que hace tanto tiempo no veían. Y así, en medio de largas noche y lúcidos amaneceres, transcurrió la vida de una comunidad que hoy, 470 años después de su primer poblamiento, se erige como Capital del Departamento de La Guajira, ya no como Municipio, sino como Distrito Turístico.
Hoy, muchos años después, de su fundación, de aquélla convergencia de un Río y una hacha, y muchos años después de esa época que evoco, sacadas de las historias de mi abuela, o los cuentos de mis tíos o mi papá, notoriamente han cambiado muchas cosas. La Aldea, de unas cuantas calles polvorientas, alberga hoy una población de unos 250 mil habitantes, y ha encontrado la manera de sobreponerse a los malos ratos, como la arremetida del mar, a mediados del Siglo XVII.
Sus problemas, que no son los míos de antaño, requieren aún atención apremiante. Sus dinámicas, que también se han transformado con los años, nos conducen hacia la reconstrucción de esas costumbres que no se pueden perder, y que encierran, a pesar de las mutaciones, nuestra más pura y concentrada esencia.