Me considero un lector de confesas y dolosas costumbres conservadoras.
Uno más de aquellos románticos irremediables de la imprenta que, todavía y sin pudor, profesan una fervorosa devoción hacia los libros de papel y que, a pesar de estar familiarizado desde pequeño con las inobjetables ventajas de la tecnología, siempre ha observado con recelo a los artefactos electrónicos de lectura y su infatigable pregón sobre el, tan inminente como incierto, apocalipsis digital de la tinta.
Son muchas las razones que pueden explicar esta renuencia a la modernización de mis arraigados hábitos (mi insostenible manía coleccionista, una considerable miopía heredada por el ADN materno o el simple deleite estético que me generan las estanterías pobladas), pero me decantaré por mi favorita: la satisfacción de meter las narices, literalmente, en un libro recién desempacado para inhalar su aroma a novedad. Un placer culposo que es solo ligeramente superior al otro mejor olor del mundo: el de un libro de segunda mano que ha resucitado gracias a la mano invisible del mercado para tener otra oportunidad de ser leído.
Por eso, era más que razonable el terror literario que padecí cuando, dejándome convencer por una de esas publicidades callejeras que nunca he creído que sirvan para convencer a alguien, descargué una app de audiolibros e inicié una autoimpuesta prueba piloto de un mes para averiguar, de una vez y por todas, la gravedad patológica de mi tradicionalismo lector. El resultado final fue altamente impresionante y el diagnóstico más que esperanzador.
Y es que durante aquellos minutos solitarios que, desperdigados como retazos de tiempo, inundan nuestra cotidianidad (los trayectos a la oficina en metro, la última vuelta noctámbula a la cuadra con el perro o la espera de tu novia a la salida del peluquero) alcancé a escuchar cinco obras con una media de 10 horas de narración, que en nuestro plano físico se traducen, en total, en unas 2.000 páginas de papel: Terra Alta e Independencia de Javier Cercas, A Corazón Abierto de Elvira Lindo, ¿Dónde Estás, Mundo Bello? de Sally Rooney y Poeta Chileno de Alejandro Zambra. Un ecléctico popurrí de letras por el oído.
En el fondo, disfrutar de un audiolibro no es nada diferente a la transmutación adulta del instinto infantil de escuchar cuentos y tal vez por eso es tan fácil engancharse a ellos. Aunque, como en cualquier otra profesión, la calidad del narrador (nunca mejor dicho) tiene una incidencia directa en la experiencia auditiva, y en esto mi consejo es optar por actores de voz en lugar de obras leídas por famosos o sus propios autores, ya que dominar las facultades camaleónicas del histrionismo vocal es una virtud digna de respeto y reservada para pocos.
Algo que quizás no había sabido apreciar hasta esta inesperadamente exitosa demo literaria que me ha sumergido sin flotador en una alternativa fresca y eficiente para absorber historias. Un descubrimiento al que seguramente seguiré recurriendo y que no tiene por qué competir por el amor casi religioso que siento hacia mis viejos compañeros de viaje de papel.