En una democracia madura las elecciones son un asunto importante pero ordinario. Me explico: los comicios, presidenciales y para la elección del legislativo, tiene el valor fundamental de escoger a quienes dirigirán la nación en los siguientes cuatro a seis años, de acuerdo con lo establecido en sus respectivas cartas constitucionales. Sin duda, es un asunto crucial.
Sin embargo, es también rutinario. No supone una alteración sustantiva de la vida ciudadana porque los habitantes saben que, gane quien gane, aunque haya cambios resultado de la perspectiva política y de la propuesta de campaña de los candidatos ganadores, se mantendrán intactos el sistema político y el modelo económico estructural del país. Los ciudadanos tienen además la certeza de que, en todo caso, cumplido el período para el cual eligieron, tendrán la oportunidad de volver a votar y mantener el rumbo del gobierno, si en su criterio lo ha hecho bien, o cambiarlo, si creen que merece corrección. Las elecciones son, entonces, un problema normal de escoger candidatos afectos al gobierno o a la oposición, según inclinación propia del elector.
Ocurre que, sin embargo, en las democracias inmaduras las elecciones pueden ser vitales y extraordinarias si en ellas los candidatos amenazan la supervivencia del sistema democrático o del modelo económico. Esas elecciones dejan de ser las típicas de gobierno vs oposición y pasan a ser unas sistema vs antisistema. En esas ocasiones, las elecciones se convierten en unas de supervivencia.
Un claro ejemplo de una elección de este tipo, sistema vs antisistema, fue la del 98 en Venezuela, cuando eligieron a Chávez. El resultado está a la vista y nosotros lo sufrimos, por cuenta de la migración, más que cualquiera: el régimen se tornó autoritario y la economía socialista, convirtiendo el país más rico del río Grande hacia el sur en el más pobre del Continente, con un 94,5% de habitantes en la pobreza y un 76,6% en la miseria.
Pues bien, las elecciones de este año en nuestro país tienen ese mismo riesgo. La propuesta de la izquierda radical, hoy bajo el seudónimo de progresismo, es antisistema. No tengo duda de que el modelo económico requiere ajustes y evoluciones, que debe hacer más énfasis en la solución de los problemas estructurales de desempleo, informalidad y pobreza, que la corrupción es una plaga y que nuestra democracia es imperfecta y, como se ve ahora, frágil. Pero mucho va de la necesidad de evolucionar y reformar a hacer la revolución por las urnas como pretende la izquierda radical. Tanto por su pasado criminal, por el contenido colectivista de sus propuestas, por su exaltación al odio al otro, y por su temperamento megalómano y su desbordada inclinación a la mentira, la extrema izquierda amenaza para el país.
Así que nos jugamos la vida. El peligro se veía venir y por eso desde el 2016 vengo proponiendo la creación de una gran alianza por la libertad y los valores de la democracia republicana. Salvamos el 18, es cierto, pero el peligro sigue al acecho.
Lo que debe primar es el futuro del país. Resulta evidente que sin la unidad del centro a la derecha, de aquellos que defendemos democracia, libertades y la economía seria y responsable, el riesgo de quedarse en primera vuelta es enorme. Y sin duda, sin esa unidad es imposible el triunfo en la segunda.
De manera que es indispensable deponer egos y vanidades e incluso las legítimas aspiraciones personales y partidistas y conseguir un acuerdo que evite el infeliz escenario de tener que escoger entre la extrema izquierda y la centro izquierda santista. La unidad todavía es posible. De manera ideal, para las consultas interpartidistas de marzo. Si Char insiste en negarse, que se quede solo y los demás vamos unidos.
En cualquier caso, el escenario que hay que evitar es el de dos consultas separadas entre quienes deberíamos ir unidos porque ello haría imposible la unidad para la primera vuelta. Los ganadores están obligados legalmente a presentarse en mayo.
La patria por encima de los partidos, decía Benjamín Herrera. Hoy más que nunca.