La Constitucional declaró inexequible la reforma constitucional que establecía prisión perpetua para responsables de homicidio doloso y violación de niños y adolescentes. En respuesta, publiqué un hilo de trinos en mi cuenta de twitter (@rafanietoloaiza) que generó respuestas adversas tanto de quienes defendían ese castigo como de aquellos que creían que la Corte tenía razón.
Lo entiendo. Por un lado, por razones éticas y filosóficas estoy en contra de la pena de muerte y la cadena perpetua. Por el otro, sostuve que la Corte abusó de sus atribuciones, invadió la órbita de competencia del Congreso, erosionó la democracia y se equivocó gravemente en su argumentación jurídica.
Como defensor de la vida no puedo estar de acuerdo con la pena de muerte. Quitar la vida solo es aceptable en ejercicio de la legítima defensa o del cumplimiento de sus funciones constitucionales por soldados y policías. La prisión perpetua no da oportunidad para quien se redime. Y, sobre todo, es inútil. Como funciona hoy, el sistema judicial ni asusta ni disuade a los delincuentes. De poco sirve hacer más gravosas las penas si no se captura y sanciona efectivamente a los delincuentes. Exactamente lo que no tenemos. Pero es mi posición, y ocurre que en temas como estos, complejos y polémicos, la política pública la debe decidir la mayoría.
La Corte, por su parte, sostiene que la cadena perpetua atenta contra la "dignidad humana” porque es una pena prohibida en los tratados de derechos humanos. Se equivocan los magistrados. Ningún tratado prohibe la cadena perpetua. Y no puede sostenerse que es una pena cruel, inhumana o degradante cuando el estatuto de Roma, que crea la Corte Penal Internacional, establece la “reclusión a perpetuidad” como una de las penas para los crímenes objeto de su competencia. La CPI tiene como función sancionar las graves y masivas violaciones de derechos humanos. Mal podría sostenerse que una de las sanciones que puede imponer es violatoria de esos derechos.
Es claro que, además, la comunidad internacional no entiende que la prisión perpetua sea una pena cruel, inhumana o degradante. Existe hoy en la inmensa mayoría del mundo. Es un punto fundamental: los magistrados deben de dejar de interpretar a su antojo los tratados, yendo más allá de los que los Estados que los han creado entienden y han decidido aceptar que los obliga.
La Corte dice también que la “resocialización es el fin primordial de la pena privativa de la libertad” y que por eso la prisión perpetua debe ser declarada inconstitucional. Pero esa no es la única función de la pena. También es retributiva, es decir, busca que la condena de una persona sea equivalente al daño causado, e incluso preventiva, quiere evitar que el condenado vuelva a cometer el mismo delito.
Como muestran los debates de la reforma constitucional, los congresistas están convencidos de que quienes asesinan y violan menores de edad merecen prisión perpetua, y que esa prisión evitará que otros menores sean víctimas de esos homicidas y abusadores, que con ella protegen a los menores.
Es el punto que tiene más implicaciones hacia adelante: los magistrados no tienen derecho a reemplazar el juicio de prudencia y conveniencia de los congresistas. No pueden imponer sus ideas y convicciones sobre la “dignidad humana” a los demás ciudadanos, al pueblo que se expresa en la voz de sus congresistas. Es lo que vienen haciendo sentencia tras sentencia, como la reciente sobre eutanasia.
Los magistrados nos obligan a aceptar como justas sus concepciones de la vida y la dignidad alegando la doctrina de la sustitución de la Constitución, que no está en ninguna parte de la Carta, que se inventaron ellos y que establece límites en la capacidad del Congreso para reformarla. Con base en esa doctrina, cada vez que se les antoja se pasan por la faja la democracia y nos imponen a los demás sus ideas. Unos magistrados, que no son elegidos y que no tienen representación alguna, deciden en abierta contravía de lo que el pueblo a través de sus representantes establece como conveniente y oportuno. Es el reemplazo sistemático del Congreso por la dictadura de los jueces.