Hay políticos que obran como si fueran destinatarios exclusivos del afecto ciudadano.
Una mezcla de sueño e ilusión. Iluminación de estrella inalcanzable de la que se creen únicos beneficiarios. Para después comprobar que semejante aspiración suele ser equívoca, como toda osadía pretenciosa en asuntos del corazón.
En el debate previo a la segunda vuelta de las elecciones presidenciales francesas de 1974, François Mitterrand, candidato socialista, dijo que el reparto justo de la riqueza era casi una cuestión de inteligencia y también asunto del corazón. Valéry Giscard d’Estaing respondió que le parecía chocante que alguien reclamara el monopolio del corazón. Y luego soltó la célebre frase: “usted no tiene el monopolio del corazón”.
Giscard d’Estaing venía de ser ministro de asuntos económicos bajo las presidencias de Charles de Gaulle, cuando volvió al poder para salvar a Francia no ya de la agresión extranjera sino de las confusiones que parecían conducir a su propia devastación, y de Georges Pompidou, que acababa de fallecer en ejercicio del poder. Había hecho el curso completo de los aspirantes a gobernar dentro de la tradición republicana, con una formación de escuela de alto gobierno y experiencia en el ejercicio de cargos de alta responsabilidad. Además del talante natural de un seductor.
La revuelta de “Mayo 68” y la agitación intelectual de pensadores progresistas habían planteado exigencias sobre nuevas formas de vivir la vida y entender la sociedad. Era preciso darle nuevo contenido a la Quinta República, hecha a la medida del General De Gaulle. Aunque se vivían tiempos de crecimiento económico, flotaba un anhelo de renovación en aspectos tradicionales de la vida francesa, y los resultados de una primera vuelta presentaban dos caminos para lograrlo: el de los socialistas, que reivindicaba los postulados de un Estado protagónico en el desarrollo, y el de Giscard d’Estaing, el tecnócrata de centro derecha, que a sus 48 años reclamaba representar el futuro y abanderar la modernización.
Elegido presidente, Giscard d’Estaing demostró ser al mismo tiempo joven y transformador; lejos de esa especie de presidentes de apariencia juvenil que, para frustración de sus pueblos, gobiernan a la manera de dictadores de otras épocas y terminan por renovar las mañas del pasado. Al fallecer la semana pasada, a sus 94 años, cuatro décadas después de su salida del poder, suena el eco del reconocimiento general, inclusive desde el campo socialista, hacia un jefe de Estado que marcó con clarividencia y sentido histórico el ritmo de Francia para afrontar retos internos y exteriores que le permitirían a entrar con solvencia al Siglo XXI.
Valéry Giscard d’Estaing fue uno de los constructores que echaron, en momentos cruciales, las bases de la nueva Europa. Su interés en la construcción de la amistad franco alemana, y en el avance hacia una institucionalidad comunitaria comenzó con su presidencia y se prolongó a lo largo de su vida, al punto de haber sido mucho más tarde protagonista de la causa, perdida, de la adopción de una constitución europea. También declaró siempre su amor por Africa, “por sus encantos, sus misterios y sus intrigas”, y precisamente una de éstas últimas contribuyó a su caída del poder, en medio del enredo monumental de haber recibido el regalo de un lote de diamantes de parte de Jean Bédel Bokassa, “emperador” del antiguo Congo Francés, que supuestamente el presidente puso a la venta para donar los frutos del negocio a entidades benéficas que no llegaron a certificar la veracidad de la excusa.
En un nuevo debate, Mitterrand se dio el lujo de aprovechar magistralmente el descontento con el “estilo Giscard” y en las elecciones de 1981 lo sacó del poder al impulso del fervor socialdemócrata de comienzos de la década que comenzaba y que tantas ilusiones de igualdad logró sembrar entre los seguidores entusiastas de esa causa y ciudadanos de ánimo libertario que llevaron al presidente derrotado a convertirse en expresidente discreto, elegante, y dedicado a ocupar su puesto en el Consejo Constitucional y en la Academia Francesa, sin dejarse invadir del virus del ansia enfermiza de retorno, la altisonancia de reclamos surgidos de la viudez de poder y mucho menos del entorpecimiento del trabajo de sus sucesores.
Al hacer ahora las cuentas completas de la vida de Valéry Giscard d’Estaing, todo parece indicar que su aversión por el monopolio del corazón se reducía al ámbito de lo político. Su propia hija ha reconocido que su padre jamás dejó de ser un seductor y que su madre, Anne Aymone Sauvage de Brantes, hija de nobles y al tiempo discreta y eficiente primera dama, soportó pacientemente las reglas no escritas de un matrimonio que mantuvo abierto por largos años el capítulo de la infidelidad. Laberinto de fantasmas, fantasías y conjeturas en el caso de los personajes del poder.
Curiosamente, el propio expresidente vino a echar leña al fuego al publicar, ya en su vejez, un libro bajo el título “La princesa y el presidente", que narra el supuesto romance de una princesa británica y un presidente francés. Argumento que dio lugar a especulaciones sobre un posible romance del propio Giscard d’Estaing con la más querida de las princesas británicas de las últimas décadas. Romance que él mismo desmintió, sin explicar los motivos profundos que le llevaron a publicar una novela con semejante trama, prueba irrefutable de que nadie tiene, después de todo, y en ningún campo, el monopolio del corazón.