Para parar en algo el paro de mañana, al Gobierno solo se le ha ocurrido hasta el momento repetir un sonsonete gastado: el crecimiento de la economía colombiana es real en una época en la que casi ningún otro país de la región se expande, o lo hace muy poco.
En Colombia, como en el pasado, se verifica entonces aquello de que “el país va mal pero la economía va bien”, estribillo ridículo que, sin embargo, alcanzó para, durante mucho tiempo, mantener el discurso como estaba. Pero hay un pero. Resulta que hay economistas que han empezado a profetizar el pasado, según lo usual, y en tales menesteres han descubierto de pronto que el despelote de Chile demostró que no es suficiente el desarrollo económico cuando ese fenómeno no involucra al ser humano; o, en otras palabras, que se ha probado, con pleno fundamento científico esta vez, que de nada sirve predicar el ensanchamiento económico de un país si ello no representa una mejorada distribución de la riqueza. A una teoría, otra. Así, con esta segunda idea, la de igualdad a la fuerza, aunque sin tener todavía unos puntos claros sobre lo que se reclama, se espera que el pueblo colombiano, en masa superlativa, se precipite a las calles este jueves. No es difícil comprender que se quiere más equidad, más justicia, más, simplemente más; después de todo, ¿es inconfesable este deseo cuando la movilidad social ha estado secuestrada? Yo digo que no, a semejanza de muchos chilenos. Allí, en Chile, mientras nada que amaina la extraña y a la vez explicable violencia, empiezan a descifrar lo que sucede. No hay miseria, nadie tiene hambre, hay un buen nivel de vida, se oye por ahí, y esos mismos concluyen: ¿entonces, por qué la protesta?, como si fueran ciegos ante las razones del alma. Marchan en Chile, tal que ha emergido, porque justamente hoy existe una vida superior. Están en las calles porque ya saben que se puede tener más, que sí es factible salir de la pobreza extrema, y porque no se conforman con la medianía que el Estado post-Pinochet ha garantizado para siempre. Quieren trascender. Y aquí está la cosa. A los políticos chilenos, de izquierda o derecha, se les olvidó repasar El Príncipe, de Nicolás Maquiavelo, acerca de este punto. El florentino lo dijo muy claro: mientras los castigos se infligen rápidamente, ojalá en bloque, de manera que se olviden con facilidad y no se genere miedo y odio por su causa, los beneficios se reparten a cuentagotas, lentamente, para que el gobernante sea considerado persona grata y generosa, y se lo recuerde bien. Y pueda mandar legítimamente. Un genio, el pequeño funcionario, que escribió aquel manual preventivo. Al establecimiento chileno le fallaron los cálculos, creo. No se puede esperar que un Estado siga siendo considerado como un papá dadivoso si antes le ha dado confianza a la población en que ella va a seguir avanzando, y esto no se da en la práctica posterior. Un régimen que, en el fondo, no desea destruir la natural desigualdad material entre los habitantes de un país no puede pretender que, habiéndoles pergeñado a estos unos estándares más que mínimos de calidad de vida, se vayan a conformar con lo mismo en lo sucesivo. Que este 21 haya diálogo y no violencia para Colombia.