La columna de Daniel Coronell en Semana, que durante catorce años representó una muestra de buen periodismo, ejecutado “sin favor ni temor”, como reza el viejo lema, llegó a su fin mediante resolución unilateral del semanario.
Hasta ahora, se sabe que el dueño del 50% editor, Felipe López, quien revivió a la revista en 1982 con el nombre que Alberto Lleras Camargo había elegido para fundarla décadas antes, consideró que los cuestionamientos que hizo el articulista en su último escrito, respecto del archivo de una investigación sobre el posible retorno de los “falsos positivos”, debía hacerlos desde afuera, y no usando como tribuna a la propia sala de redacción juzgada. Esto puede parecer entendible. Sin embargo, cuando tales disposiciones se toman en empresas privadas que, además de ello, son medios de comunicación social reputados, lo simple puede complicarse.
Veamos. Publicaciones Semana (el grupo editorial dentro del que se encuentra la revista homónima) es una sociedad comercial (y no una entidad sin ánimo de lucro o una empresa del Estado), con propietarios animados por obtener la mayor cantidad posible de beneficios económicos a partir del trabajo periodístico, lo cual, en principio, ni es delito ni es pecado; tampoco ninguna novedad: alrededor del mundo, los medios de comunicación son, casi siempre, de dominio particular. Asimismo, abundan teorías politológicas según las cuales el que las casas de periodismo intenten influir, dentro de las vías legales, en los asuntos públicos, no podría ser considerado por sí mismo como algo indebido; ya que, después de todo, el que haya grupos de presión detrás del manejo de la información es regla aceptada en el juego de la democracia, guste o no.
De manera que, es claro, Semana podía sacar de sus páginas a Daniel Coronell. Ahora bien, en la realidad no jurídica, sino social, ¿en verdad era así? Para Felipe López, sí. Según Coronell, no solo no le dio las razones de haber engavetado el reportaje sobre la vuelta de los “falsos positivos”, sino que le dijo que Semana no tenía por qué revelar nada acerca de ello, a pesar de que el cosmético director Alejandro Santos afirme lo contrario en su reciente editorial apagaincendios. No obstante, creo que ambos sabían que sacar a Coronell y esperar salir indemne no era realista. Para decirlo en jerga de financieros, he ahí uno de los riesgos de ser “empresario del periodismo”: los lectores, que se confunden, y en algún momento dejan de ser clientes, e, inexplicablemente, se creen ciudadanos.
La gente reverencia a los medios de comunicación como se escucha a un profesor o a un amigo, según sea el caso. Por eso, la palabra decepción se ha quedado corta para calificar a Semana. Se ha estancado en el aire la confirmación tóxica de que, para algunos, estar en paz con el gobierno uribista es mejor que decir la verdad que se sabe, la que se puede saber, a las personas que buscan respuestas. De cualquier forma, ya sea que se haya tratado de una decisión tomada por un jefe enfurruñado, o del pedido de cabeza de un grupo económico gobiernista (al que Coronell se le habría anticipado valiéndose de supuesta renuncia indirecta), retumba el crujido de cierto equilibrio roto.