La salida del fiscal general de la Nación, coloreada con calculada pataleta y motivada en una decisión judicial independiente, no puede llamarse crisis institucional.
O ello no podría hacerse a menos que se admita que aquí el Estado de derecho no lo conforman las normas jurídicas y las instituciones (tal y como nos lo ordena la Constitución Política), sino las personas, lo que equivaldría a decir que, entre nosotros, el Estado son apenas los seres humanos que lo deberían hacer funcionar, posiblemente porque ellos se reconocen sus señores y dueños.
Es decir, considerar la renuncia de Néstor Humberto Martínez (“para no refrendar un desafío al orden jurídico”) una crisis del Estado sería algo así como ver en Colombia un Estado de pacotilla, de papel, una genuina república bananera, una republiqueta poblada por payasos encubridores, la trama de uno de los exquisitos disparates que narran musicalmente las famosas operetas.
Ciertamente, son legión los ciudadanos que se niegan a tener como contraevidente el ideal de un Estado que no sea propiedad de nadie en particular, y sí de la generalidad de la gente. Así, la forzosa pugna ideológica que se da entre estos y los que están convencidos de lo opuesto ocurre, con más frecuencia de la confesable, en el campo de batalla de la mentira política: la desinformación (la misma de toda la vida, que ahora llaman fake news: no informar para nada, informar mal, decir mentiras entremezcladas con verdades, contar verdades a medias, etc.). Por eso, tal vez, algunos de los que están en la otra orilla de Martínez no tardan en asimilarse a él –un círculo social vicioso-, para así hacer su parte: por ejemplo, la tergiversación de los hechos y de sus efectos jurídicos, de cara a la opinión pública, respecto del caso de Jesús Santrich.
Esto es lo que pienso. Si bien es cierto que, sobre Santrich, la Jurisdicción Especial para la Paz –JEP- actuó en derecho, porque falló atendiendo a los medios de prueba de que disponía en la oportunidad procesal correspondiente, también está claro que la Fiscalía General de la Nación capturó al exguerrillero en atención a las leyes que la regulan, y que haberlo hecho no implica un rompimiento de los acuerdos de paz con las Farc.
En realidad, existen indicios en esta cuestión lo suficientemente verosímiles como para pensar que, después del 1 de diciembre de 2016 (la fecha clave, por lo pactado en La Habana), Jesús Santrich traficó internacionalmente diez toneladas de cocaína, y que no lo hizo en el contexto de la materialización de un delito de ejecución permanente (o sea, uno que habría venido siendo consumado por él desde antes del 1 de diciembre de 2016), sino en el de la ejecución de unas nuevas conductas punibles (para la Fiscalía, concierto para delinquir con fines de narcotráfico y el propio tráfico de estupefacientes).
Que se vaya Martínez (ojalá a atender las acusaciones en su contra por Odebrecht); que falle la JEP (y que sus decisiones sean controvertidas procesalmente, si es del caso); que trabajen en la Fiscalía (y que se le respete el derecho fundamental al debido proceso a Santrich). Nada de lo anterior puede o debe ser llamado –con drama- crisis. En cambio, la denuncia muy seria del The New York Times acerca de la posibilidad de que existan presiones, dentro del Ejército Nacional, para lograr “resultados” (un mayor número de bajas), como antes, sí que es alarmante.
La salida del fiscal general de la Nación, coloreada con calculada pataleta y motivada en una decisión judicial independiente, no puede llamarse crisis institucional. O ello no podría hacerse a menos que se admita que aquí el Estado de derecho no lo conforman las normas jurídicas y las instituciones (tal y como nos lo ordena la Constitución Política), sino las personas, lo que equivaldría a decir que, entre nosotros, el Estado son apenas los seres humanos que lo deberían hacer funcionar, posiblemente porque ellos se reconocen sus señores y dueños. Es decir, considerar la renuncia de Néstor Humberto Martínez (“para no refrendar un desafío al orden jurídico”) una crisis del Estado sería algo así como ver en Colombia un Estado de pacotilla, de papel, una genuina república bananera, una republiqueta poblada por payasos encubridores, la trama de uno de los exquisitos disparates que narran musicalmente las famosas operetas.Ciertamente, son legión los ciudadanos que se niegan a tener como contraevidente el ideal de un Estado que no sea propiedad de nadie en particular, y sí de la generalidad de la gente. Así, la forzosa pugna ideológica que se da entre estos y los que están convencidos de lo opuesto ocurre, con más frecuencia de la confesable, en el campo de batalla de la mentira política: la desinformación (la misma de toda la vida, que ahora llaman fake news: no informar para nada, informar mal, decir mentiras entremezcladas con verdades, contar verdades a medias, etc.). Por eso, tal vez, algunos de los que están en la otra orilla de Martínez no tardan en asimilarse a él –un círculo social vicioso-, para así hacer su parte: por ejemplo, la tergiversación de los hechos y de sus efectos jurídicos, de cara a la opinión pública, respecto del caso de Jesús Santrich.
Esto es lo que pienso. Si bien es cierto que, sobre Santrich, la Jurisdicción Especial para la Paz –JEP- actuó en derecho, porque falló atendiendo a los medios de prueba de que disponía en la oportunidad procesal correspondiente, también está claro que la Fiscalía General de la Nación capturó al exguerrillero en atención a las leyes que la regulan, y que haberlo hecho no implica un rompimiento de los acuerdos de paz con las Farc.
En realidad, existen indicios en esta cuestión lo suficientemente verosímiles como para pensar que, después del 1 de diciembre de 2016 (la fecha clave, por lo pactado en La Habana), Jesús Santrich traficó internacionalmente diez toneladas de cocaína, y que no lo hizo en el contexto de la materialización de un delito de ejecución permanente (o sea, uno que habría venido siendo consumado por él desde antes del 1 de diciembre de 2016), sino en el de la ejecución de unas nuevas conductas punibles (para la Fiscalía, concierto para delinquir con fines de narcotráfico y el propio tráfico de estupefacientes). Que se vaya Martínez (ojalá a atender las acusaciones en su contra por Odebrecht); que falle la JEP (y que sus decisiones sean controvertidas procesalmente, si es del caso); que trabajen en la Fiscalía (y que se le respete el derecho fundamental al debido proceso a Santrich). Nada de lo anterior puede o debe ser llamado –con drama- crisis. En cambio, la denuncia muy seria del The New York Times acerca de la posibilidad de que existan presiones, dentro del Ejército Nacional, para lograr “resultados” (un mayor número de bajas), como antes, sí que es alarmante.