Anteayer se conmemoró el Día del Maestro. Como todos los años, las celebraciones fueron frecuentes en los centros educativos, más en los de enseñanza primaria y, sobre todo, en los primeros grados. El niño en preescolar aprecia mucho a esa persona que remplaza a sus padres durante varias horas al día.
El Maestro cumple su misión. Casi siempre su día coincide con una protesta o un cese de actividades académicas. El incumplimiento de compromisos por parte de los gobiernos de turno y la interminable serie de falencias del sistema educativo colombiano hacen que el 15 de mayo transcurra dentro de un cronograma que se repite cada año. Pero a pesar de todo lo señalado, hablemos de los Maestros y de su función casi evangelizadora.
Comenzaré diciendo que es más que merecido cualquier reconocimiento a los Maestros –lo escribiré siempre con mayúscula, como corresponde designar a quienes orientan las desbordadas energías de los jóvenes y los preparan para que se enfrenten al mundo–. Pero… ¿quiénes son Maestros? Verdaderos Maestros fueron los siete sabios de Grecia.
Tales de Mileto nos dice: “Rechaza lo deshonesto. Antes de mandar, aprende a gobernarte”. Esta enseñanza, promulgada en el siglo VI antes de Cristo, tiene vigencia palmaria en todas las comunidades. Otros maestros de la antigua Grecia, como Quilón el Lacedemonio y Periandro de Corinto, nos hablan al oído.
El primero dice: “Conócete a ti mismo. Que tu lengua no se adelante a tu razón”. Por su parte, Quilón sentencia: “La ganancia deshonrosa es mancha contra la naturaleza”. Nunca sabremos si en la mente de Quilón ya se perfilaba el croquis de Colombia. Si la corrupción y la deshonestidad, condenadas por los sabios griegos y por los Maestros colombianos, pudiesen eliminarse algún día, otro panorama otearíamos en el horizonte.
Rindamos un homenaje –no durante un solo día– a esos seres abnegados que han llevado de la mano a quienes hoy son jóvenes en Colombia y también a quienes lo fueron algún día, aunque no siempre hayan valorado los esfuerzos de sus Maestros.
Rechacemos la creencia estúpida de que cuando se marcha por la educación se está perdiendo el tiempo. ¡Los vagos son otros! Algunos de ellos enquistados en los organismos que crean las leyes de la Nación y por ello devengan escandalosos salarios. Son los que se sienten con derecho a condenarlos cuando paralizan sus actividades porque les retrasan su salario días y semanas para que esos dineros rindan intereses en las entidades bancarias. ¿Quién o quiénes se benefician con esos intereses? Alguien tiene que ser. Delincuentes, por supuesto; o corruptos, en todo caso.
Este artículo es una invitación a recordar a nuestros primeros maestros. Por mi parte, nunca olvidaré a aquella señora obesa, con muchas canas, que respondió mi ingenua pregunta: “–Seño: ¿por qué usted marca ese punto en medio de la letra u?” “–No es un punto, mijo, esa rayita se llama tilde”.
Qué respuesta tan simple, capaz de despertar el interés, para siempre, por el lenguaje y la literatura en un niño de escasos siete años. Tal vez esta remembranza deje la enseñanza de que los maestros –los primeros, lo últimos, todos– tienen participación en el éxito que logremos en la vida. Y eso, si somos honestos, hay que agradecerlo.