Los problemas universales se pueden identificar y comprender ahora más que nunca.
Son cada vez más los fenómenos que se identifican como universales en cuanto, en uno u otro lugar, inclusive en los más apartados, hay alguien que se ocupa de advertir la ocurrencia de hechos y procesos depredadores del bien colectivo entendido en su dimensión más amplia. La devastación de los bosques, la pesca irresponsable, la proliferación y disposición de plásticos indestructibles, el uso de agentes químicos, que solucionan problemas en la agricultura pero crean otros más graves, la corrupción del mundo político, y los abusos de la especulación económica, son apenas unos de esos fenómenos que afectan a la humanidad.
Pero tal vez el problema más universal y contundente, cuyo tratamiento no depende de las leyes y la buena voluntad política aislada de uno u otro gobierno, sea el del cambio climático. Sin perjuicio de que los fanáticos de la explotación de los recursos naturales, renovables o no, insistan en acelerar la marcha de sus actividades en favor de consideraciones económicas, y defender a ultranza sus intereses inmediatos, sin tener en cuenta los anuncios de apóstoles de la defensa y conservación de la naturaleza, no hay quien pueda negar que vivimos una época de cambios dramáticos, y a gran escala, en el comportamiento del clima.
Ahí estamos ante un fenómeno universal, que reclama acciones conjuntas, en ejercicio de una responsabilidad que no es solamente de naturaleza ecológica, sino política e histórica. Esto quiere decir que no es cuestión de gobernantes sino de estadistas. Que no es de habilidosos en las artes de mantenerse y usufructuar el poder, en su beneficio o el de los de su clase, sino de orientadores con sensibilidad y visión histórica, capaces de prevenir males que se ciernen sobre el mundo, sin excepciones, y de establecer mecanismos de defensa de los bienes colectivos que han de garantizar la supervivencia de la especie humana en este planeta.
“Wake up, Save our future” decía un aviso llevado por jóvenes el viernes pasado en Londres, a la cabeza de una manifestación contra la falta de acción de su gobierno frente al cambio climático. Al lado exhibían otros avisos, con mensajes contundentes y retadores como el de “Cambio de sistema, no cambio climático”. Pero, no fueron solo muchachos británicos los que salieron a la calle con el mismo reclamo. Se ha dicho que al menos en ciento doce países sucedió algo similar.
Greta Thunberg, una niña sueca de dieciséis años dio inicio a la ola mundial de exigencia de acción por parte de los gobiernos, cuando se plantó frente al Parlamento de su país y desde un improvisado campamento acusó a los legisladores de no haber sido capaces de cumplir con las obligaciones de lucha contra el cambio climático adquiridas por Suecia conforme a los Acuerdos de París, adoptados por consenso por los representantes de ciento noventa y seis gobiernos, en diciembre de 2015.
Los jóvenes que salieron a la calle serían las víctimas potenciales de todas las catástrofes que se anuncian. Los que irían a respirar el aire viciado del futuro, y se disputarían el agua disminuida de las próximas décadas, y de las de más adelante. Quienes tendrían que rellenar las grietas y los huecos de la explotación presente. Quienes se verían obligados a reciclar la basura del progreso desaforado e irresponsable de nuestros días.
En uno y otro continente, se trata de jóvenes cuyos sueños no son ya los de tener un automóvil, como los de hace medio siglo, ni obtener un empleo público, ni de pedir que les arreglen problemas inmediatos y menores. Son los emprendedores de nuestra época y del futuro. Los que van a vivir el tremendo momento del encuentro entre seres humanos y máquinas inteligentes. Inventos que, según parece, les convertirán no solamente en “pensadores” de lo científico, o prestadores de servicios, sino en protagonistas del ejercicio de la “inteligencia política artificial” y actores forzados de la vida pública como una especie de “ciudadanos programados” para competir por el poder político, al menos en sociedades avanzadas, con poder militar bajo el mando de sus cerebros de alta racionalidad y precarios sentimientos.
Está por verse qué tan lejos llega esta protesta universal, pacífica, como debe ser, y razonable, de quienes exigen la defensa de su propio futuro. También está por verse la capacidad de la clase política, y de todos los ciudadanos de hoy, dentro y fuera de los gobiernos, para responder a ese reclamo que exige decisión, audacia, tino y sentido histórico.