El fin de semana pasado resultó bastante ilustrativo sobre la actual situación del país. Y lo fue especialmente en Santa Marta.
Mientras, el sábado, unos individuos sin identificar plenamente, pero con órdenes precisas –¿de quién?-, eran filmados coqueteando con el Código Penal en la sede de la Alcaldía distrital, al actuar presumiblemente sin orden judicial en cuanto a la manipulación de los equipos informáticos de uso de los funcionarios, la señora gobernadora del Departamento de Magdalena afirmaba, el mismo día, delante del presidente de la República –y de espaldas a la realidad del siglo XXI-, que “sus” indígenas eran más civilizados que los del Cauca. Ahí están los hechos samarios. Que cada cual los evalúe de acuerdo con su criterio y resuelva qué creer, y lo diga, antes de que sea reinstaurada de algún modo la censura acalladora.
Hablando de criterios, muy claro resultó también el trino del senador Álvaro Uribe al respecto. Ahora sabemos que la expresión “criterio social” en Colombia puede entenderse como una especie de salvoconducto para perpetrar masacres, como la que, según aquel, podría darse si los indígenas de la Minga siguen en lo suyo. El texto del pronunciamiento del domingo desde la cuenta oficial de Twitter del expresidente es este: “Si la autoridad, serena, firme y con criterio social implica una masacre es porque del otro lado hay violencia y terror más que protesta”. Es decir: el llamado criterio social se materializa mediante la posibilidad de matar con armas oficiales a aquellos que se opongan al Estado, en opinión del uribismo –o sea, sin declaración jurisdiccional-, de manera violenta y terrorista… Insisto, que cada ciudadano piense y decida.
Por lo demás, debe quedar claro: las declaraciones de Álvaro Uribe, a puertas cerradas o no, son la política pública de Iván Duque. No hay manera de desligarlas, como hacen algunos medios de comunicación, acaso para reforzar el fingimiento de separación o de pelea entre ellos. Esto es contraevidente. Está demostrado que tal cosa no existe. Lo que pasa es que cada vez importa menos aparentar que el expresidente no es el presidente en funciones, pues a este descaro hemos llegado. Estamos como hace mucho no estábamos en un país que nunca ha sido realmente legalista, pero que históricamente ha sido –al menos- leguleyo; nos encontramos, ya no solo presenciando la violación de normas constitucionales y legales sin que haya consecuencia judicial alguna, sino padeciendo de agotamiento moral para contrarrestar eso.
Pensémoslo desde otra perspectiva, con total imparcialidad. Por ejemplo, considérese el fenómeno político que en los últimos días los periodistas capitalinos han venido registrando con asombro. Germán Vargas Lleras, hombre representativo de una derecha colombiana sin complejos, se va constituyendo, con el liderazgo que no ha perdido, en el jefe de la oposición a este Gobierno. ¿Qué significa esto? A partir del contrasentido aparente surgen varias respuestas. Sin embargo, la más plausible parece aquella que enseña que en Colombia hay un régimen que, comparado con lo que aglutina Vargas Lleras, vendría a ser de abusiva ultraderecha. Si dicha presunción se comprueba, no habría por qué mostrarse sorprendidos: entre 2002 y 2010 aquí se vivió el mismo escenario de facto de hoy; de lo que, está claro, no se aprendió nada.