Tomo prestada un momento la frase con que los arribistas que viven en Bogotá (y en otras partes del país) todavía se refieren de manera despectiva a una persona que no sabe comportarse.La imprecación en tales casos, sin embargo, no termina realmente dirigida al ofensor social, sino, en últimas, a los pueblos originarios de esta parte del planeta, los indígenas americanos, que fueron llamados indios por sus genocidas de hace quinientos años -sus primeros genocidas-, dado su parecido físico con los indios de la India.
Es claro que la palabra indio, en el fondo tan limpia de culpa, es utilizada como sinónimo de subnormal, en ese contexto. Se sigue usando así, alegremente, y nada que se dicta una sanción penal que prevenga su repetición en tanto que agresión.
Siendo justo, que alguien le diga “indio” a otra persona, para ningunearla, es apenas anecdótico en toda Latinoamérica, donde abundan estas manifestaciones discriminatorias, aún en países con acusada herencia indígena. Será por eso que el presidente de México, Andrés Manuel López Obrador, hombre al que le gusta poner el dedo en la llaga, les ha exigido al Reino de España y al Vaticano una disculpa histórica por todos los abusos cometidos en ese joint venture, en esa alianza público-privada entre Estado e Iglesia católica que fue, sobre todo, el proceso de la Conquista de América. Aunque el presidente mexicano se ha limitado, lógicamente, a los hechos probados al respecto que tuvieron lugar en su país, creo que el pedido de disculpas, incluso de perdón, debe extrapolarse a lo que pasó hasta en la Tierra del Fuego. Dice López Obrador, y no miente, que la cruel subyugación de los españoles se llevó a cabo “con la espada y la cruz”. ¿Hay alguna duda?
Cuando los conquistadores avanzaban a pie y encontraban indios en su camino, les leían la Biblia, y si el interfecto no entendía, pues le asestaban sablazos hasta la muerte, porque aquel infiel debía de estar poseído para no entender el español del Siglo de Oro, ni amar a Dios sobre todas las cosas.
Pensando en esto, y pensando en la dignidad del pueblo mexicano, que escoge a un gobernante que les levanta la voz a los gritones españoles, me acordé de un eterno precandidato con el que perdí mi valioso tiempo de convaleciente al leer en días pasados una genuina columna excremental suya, que fue publicada en este querido diario. El tipo se llama Rafael Nieto Loaiza, y es uno de los que aspira a ser presidente de la República por el Centro Democrático. El escrito que firmó se titula “Los indígenas pretenden gobernarnos”, refiriéndose con odio de clase a la difícil cuestión caucana.
Allí, el tal Nieto se dedica a demostrar por qué el mexicano López Obrador tiene razón: por qué es necesario que, antes de que se dé cualquier reconciliación hipócrita entre gentes emparentadas, haya un verdadero acto de arrepentimiento de parte de los descendientes directos de los invasores genocidas, venidos de lejos a esclavizar, como a ellos mismos los habían esclavizado otros.
La razón es muy simple: mientras no exista pleno reconocimiento de lo sucedido (algo que España sigue justificando, ahí sí, pasito, pues dicen que no se puede medir con la vara de hoy lo que hicieron entonces), no habrá escarmiento para quienes por aquí se consideran sus descendientes, como ese que quiso cobrar fama electoral con sus opiniones preñadas de paternalismo racista. (¿Lo lograría?).