La búsqueda de la verdad es cosa que ha desesperado al hombre desde que tuvo conciencia de sí, de estar vivo, y, acaso si cabe algo más trascendental, desde el momento en que ese individuo perdido en la oscuridad de las incertidumbres aceptó que un día tendría que morir irremediablemente.
Dentro de las maneras de expresarse que tiene la verdad es fácil encontrar ciertas fórmulas. El arte, por ejemplo, es una de las representaciones de lo real que más a la mano se tienen, sin contar con su función sublimadora de lo cotidiano: desde las pinturas rupestres de los primeros hombres conmovidos por la existencia de los animales que los rodeaban, a los que se comían o de los que eran víctimas, al preciosista arte religioso de hace cinco siglos a través del que se ornaron los techos de iglesias en los que parecía aparecerse el mismísimo Dios de las Sagradas Escrituras, quizás cuando el milagro de la transubstanciación tenía lugar a la vista de todos. Y, por eso, la religión -las religiones-, fuente inagotable de respuestas, es, también, un refugio verídico contra el bullicio exterior: para no pocos, rezar un rosario con sus meditantes repeticiones tiene un efecto sedante; confesarse con un cura es limpiar el yo desde adentro y tener permiso para volver a empezar; y, pedirle a Dios ayuda y recibirla a cambio de nada es causal de dulces lágrimas de agradecimiento.
El derecho es otro método de develación de lo constante, desde luego. Acaso la más racional de las disciplinas humanas, es una herramienta de convivencia para la que es la mente, y no los sentimientos, la que debe dictar la conducta de las personas, en virtud de un contrato social, o ya por gracia de un vínculo jurídico desde el que se puede dirigir la voluntad ajena. ¿Qué certeza más grande puede haber que la interna del mecanismo mediante el cual alguien puede forzar a su igual a actuar de determinado modo, legítimamente, además apelando a un ideal tan sagrado como la vida misma: la justicia? Porque, que no se olvide: ser justo es ser más humano, más existente.
Lo que pesa en el aire, lo que es denso para la inteligencia, lo nítido a los ojos, es la veracidad manifiesta en algunas de sus diversas dimensiones físicas, pero con significado filosófico, palabra esta que resuena tan amplia, ambigua. Pues la verdad es eso intangible encerrado en lo perdurable. Entonces, aborrecer las copias, lo endeble, lo incierto, lo sucio, resulta natural para los espíritus que tienen un sentido conocimiento íntimo de su propio desvanecimiento, de su finitud, de sus límites.