La palabra carnaval procede del italiano ‘carnevale’, del sintagma o expresión ‘carne levare’, es decir, retirar la carne, traducción del latín ‘carnes tollendas’, que todavía existe en el catalán y la usamos en español como carnestolendas. El término carnaval se impuso en el Renacimiento por el prestigio que logró el carnaval italiano. Está ligado a la palabra cuaresma, que procede del latín y hace alusión a los cuarenta días de ayuno de Jesús en el desierto.
Pocas personas se interesan por los orígenes y menos por el desarrollo histórico de esta festividad. Solo se dedican a celebrar los tres (¿o cuatro?) días en los que la gente utiliza máscaras y disfraces para desfogarse y expresar emociones y deseos reprimidos durante un año. ¿Recuerdos o reminiscencias religiosas? ¡Por favor! La vida es corta, dicen.
El carnaval es un período relativamente sano, tranquilo. Lo extraordinario o trágico ocurre en cualquier época del año y no puede afirmarse que este “desorden” sea aprovechado para acrecentar odios y resentimientos. Todo lo contrario: la diversión es el leitmotiv de esta fiesta pagana. Dice el ruso Mijail Bajtin, lingüista y filósofo del lenguaje, que el carnaval es una forma necesaria y propicia para que en un relato afloren los sentimientos, pasiones y burlas de personajes.
En la literatura, por ejemplo, las voces del pueblo, con su humor y su picardía, intervienen en los diálogos más serios y sesudos de un discurso. Es la carnavalización en la literatura.
En diferentes culturas encontramos celebraciones equivalentes al carnaval. Los egipcios celebraban hace cuatro mil años las Fiestas del Buey Apis, en Menfis. Cuando los últimos rayos del sol se reflejaban en el disco de oro que el buey sostenía entre sus cuernos, comenzaba una fiesta ruidosa que se apoderaba de la ciudad y todo estaba permitido.
Los hebreos celebraban el Purim, conmemoración de la caída del rey persa Asuero, conocido en la historia como Amán, según el Libro de Ester, quinientos años antes de Cristo. Pero el carnaval que conocemos tiene más relación con el de los griegos, que celebraban unas fiestas en honor al dios Dionisio. Desaparecían las clases sociales durante esos días y una de sus principales características era la tolerancia. Los romanos acogieron la tradición griega y Dionisio se transformó en el dios Baco.
Muchos países celebran el carnaval; cada uno destaca aspectos regionales que terminan convirtiéndose en símbolos. En Colombia el más importante carnaval es el de Barranquilla. Proliferan en él las máscaras, disfraces, tamboras comparsas y desfiles de carrozas. Pero antes de que Barranquilla tuviera esta fiesta, ciudades como Mompós y Magangué habían consolidado su propio carnaval. Sin embargo, el de Barranquilla es el que acapara la atención por su organización y el entusiasmo que despierta este jolgorio costeño. Con menos intensidad se vive el carnaval en Ciénaga y Santa Marta, ciudades que concentran su alegría en fiestas regionales propias: el Caimán Cienaguero y las Fiestas del Mar, respectivamente.
En cuanto al carnaval en Santa Marta, hace unas décadas se vivía esta fiesta intensamente. Los salones de baile tuvieron su auge y gozaron de prestigio. Había bailes para niños. Los barrios tenían sus respectivas soberanas y en casas particulares se bailaba sin necesidad de reinas ni capitanas, solo con el propósito de divertirse sanamente y, de paso, concretar una conquista amorosa. Justo es reconocer que en los últimos años han reaparecido los carnavales en los barrios gracias a entusiastas habitantes de esos sectores. Pescaíto, Manzanares y Cundí, entre otros, han decidido conservar esa tradición que algún día alcanzará la importancia de otras épocas.
La Fundación Pescaíto Dorado, Fundapescaíto y Funcarpés son algunas de las agremiaciones que han aceptado ese reto y en realidad están saliendo adelante. Cuentan con el respaldo de toda la comunidad.