Desde las turbulencias propias de la Segunda Guerra Mundial no habían soplado entre Francia e Italia vientos de discordia. Ahora, a la manera de Trump, Maduro, o cualquier otro protagonista del espectáculo grotesco de negación sistemática de las buenas maneras que deberían caracterizar una vida internacional decente, los dos copilotos del gobierno italiano han dado en maltratar abiertamente al presidente francés. Los motivos del maltrato no han sido de naturaleza internacional.
Separadas, y unidas, por los Alpes, Francia e Italia tienen una frontera común de quinientos kilómetros, desde el Monte Blanco hasta la costa mediterránea. De lado y lado, según las diferentes versiones de la realidad regional, han pasado muchas cosas. Sin perjuicio de tratados, y guerras, existen allí denominadores comunes que acercan a los dos países de manera inevitable.
Muestra de ello son la latinidad, con su consecuente cercanía de lenguas, nacionales o regionales, los sistemas políticos, la religión, y hasta las variaciones del clima. Luigi Di Maio, que en Italia representa en el gobierno de coalición al movimiento populista “Cinco Estrellas”, encarnación de aspiraciones amorfas que toma elementos de una y otra tendencia del espectro político, y que se opone al Euro y a la Unión Europea, se reunió en un suburbio de París con Christophe Chalençon y otros líderes de los Chalecos Amarillos.
En el encuentro les expresó su apoyo en la lucha contra el gobierno francés, sin reparar en el recurso a la violencia que lleva ya muchas semanas de reedición en la capital y otras ciudades de Francia.Con esa elevada autoestima propia de caciques regionales venidos a más, Di Maio afirmó que “el viento de cambio ha cruzado los Alpes”, como si sus amigos de la protesta francesa fuesen los continuadores de su movimiento italiano, que desde 2009 proclama “el ejercicio del poder ciudadano, en la defensa del ambiente, los derechos sociales y la democracia directa”.
Matteo Salvini, el otro vice primer ministro italiano, quien forma parte del gobierno en nombre de la Liga Norte, también de condiciones políticas indeterminadas, y con similar énfasis populista, ha participado también en la andanada en contra del presidente francés. Si bien el presidente Macron trató de restarle importancia en su momento a las primeras actuaciones en su contra, que calificó de insignificantes, la escalada no se detuvo. Por el contrario, se extendió a otros campos, como el de la cooperación cultural, en el que los italianos consideraron que Francia trataba de apropiarse de la figura de Leonardo da Vinci en virtud de un pacto celebrado entre los dos países para conmemorar los primeros cinco siglos de la muerte del gran maestro italiano mediante una exposición en París. Ante el reclamo francés en el sentido de que, conforme a la más elemental diplomacia, Di Maio ha debido informar de su presencia en París, éste último no se quiso excusar, con el argumento de que en la Europa comunitaria existe libertad de movimiento dentro del territorio continental, y agregó con descaro que la reunión tuvo por objeto asesorar sobre la manera de comenzar un movimiento ciudadano.
Salvini, en gesto que hizo recordar las ofertas de diálogo de políticos radicales que cínicamente ofrecen conversaciones para dar impresiones equívocas de buena voluntad, invitó a su contraparte francesa a dialogar en Roma, gesto sin mayor sentido que tan solo condujo a que Francia elevara a su vez el tono y no solamente exigiera seriedad en el trámite de las relaciones entre países amigos, miembros de la Unión Europea, sino que denunció enérgicamente la intromisión en sus asuntos internos y puso de presente el avance populista como una especie de lepra que afecta la unidad continental.
Ahí tenemos, en pleno Siglo XXI, la inverosímil situación de un país cuyos procesos democráticos se ven afectados por gobierno extranjero, que no se detiene en miramientos diplomáticos para invitar al derrocamiento de un Presidente que ostenta todas las credenciales de un Estado de Derecho paradigmático. Las actuaciones de los dos sub jefes del gobierno italiano resultan inexcusables. El problema no es de falta de experiencia en el arte de gobernar. Parece más bien que no han podido, y seguramente no podrán, abandonar lo único que han sabido hacer hasta ahora en política, que es tratar de desacomodar a quien no coincida con las expectativas de su popurrí de corte populista. Con el ataque italiano en contra de Francia, la unidad de Europa, y la armonía necesaria para que sus instituciones funcionen, pierden fuerza. El resultado de las elecciones al Parlamento de Estrasburgo será la medida del progreso o la conjuración de este peligro.