Los gobernantes de cada país ocupan el podio de la Asamblea General de las Naciones Unidas para enviar mensajes a su gente. Por lo general lo hacen ante un salón desierto, donde funcionarios de tercer nivel toman notas para llevar el registro.
El peso excesivo del Consejo de Seguridad, convierte a la Asamblea General en un “botadero de corriente” y desfogue verbal de todo lo que no se puede tramitar por los pocos canales eficientes de estudio y eventual arreglo de problemas comunes. Así que, a más no poder, una multitud de jefes de Estado o de Gobierno se sienta por unos segundos en una silla amarilla y luego juega al papel de dirigirse al mundo entero para enviar mensajes con puntos de vista y advertencias de toda índole, además de propaganda y recuentos de méritos, reales o imaginarios, que solamente importan a públicos cautivos o incautos.
Existen, eso sí, dos tipos de excepciones: la de los poderosos, con o sin peso específico, y la de los estridentes.
Los primeros dicen una que otra cosa que puede tener trascendencia, aunque, como acaba de suceder, de cuando en vez se dedican a la publicidad y producen risas. Los segundos muestran sus dotes histriónicas, rompen la monotonía de la ocasión, sueltan una que otra frase fuera de tono, o aprovechan la oportunidad para dar rienda suelta a su desvergüenza con argumentos que, aunque no correspondan a la verdad, consiguen al menos que su presencia se advierta y su perorata quede registrada.
Como también acaba de suceder. Tal vez las cosas podrían empezar a cambiar, si surgiera un coro de reclamantes de reformas que modificaran la estructura de una organización hecha a la medida de las circunstancias, la distribución del poder y las aspiraciones de las potencias vencedoras de la Segunda Guerra Mundial, que terminó hace más de siete décadas, cuando el mundo era otra cosa.
También podrían comenzar a cambiar si, con la mayor honestidad, todo aquel que tenga conciencia verdadera de la inocuidad de su discurso, pudiera vencer su vanidad de aparecer en la foto con el fondo de mármol verde, y se quedara en casa.
En la Asamblea que acaba de pasar, solamente Heiko Maas, desde el ángulo de un país influyente, pero desposeído de reconocimiento dentro de la Organización por razones históricas, planteó la necesidad de no aplazar por más tiempo reformas que llevan ya décadas de retraso.
En su discurso ante la Asamblea General, el Ministro alemán de relaciones exteriores lanzó una vez más la idea de que se inicien negociaciones para la reforma del Consejo de Seguridad, el ente más poderoso de la historia, desde que aparecieron los estados - nación, pero también el menos representativo del mundo de hoy y el menos útil para resolver los problemas del momento.
El señor Maas tiene razón cuanto argumenta que la población del mundo se ha triplicado desde la creación de las Naciones Unidas y que el número de países miembros se ha cuadruplicado en el mismo período.
Pero su aspiración a que Alemania entre a formar parte del grupo, hasta ahora de cinco miembros, con derecho a veto en el Consejo de Seguridad. Ya sabemos que la pretensión alemana coincide con las de Nigeria, India, Sudáfrica y hasta Brasil, que tienen aspiraciones de convertirse en miembros permanentes, status reservado hasta ahora a países con significación y estatura política de tamaño mundial, que ninguno de ellos tiene.
Pero el problema no es ni siquiera el de los deseos de esas pretendidas vedettes regionales, sino el hecho de que, con su hipotética llegada, solo se haría más complejo el funcionamiento de la organización, ya que las opciones ampliadas de ejercicio de veto conducirían a aumentar las proporciones del espectáculo actual de inoperancia. Ante la crisis de gobernanza global, cada nuevo problema sin resolver, como el de las migraciones africanas o la tragedia de Siria, y dramas como los de Venezuela, Nicaragua o Myanmar, apenas ayudan a demostrar la inutilidad de las Naciones Unidas.
Por eso hay que pensar en algo diferente de una organización con privilegiados y parias. En lugar de perpetuar o ampliar el poder de veto se hace necesario reforzar la cooperación y establecer mecanismos de acción más idóneos para resolver no solo conflictos y tragedias fruto de la violencia clásica como la guerra o la represión, sino males tan graves como el cambio climático y la desigualdad, con secuelas devastadoras como la pobreza y el hambre.