La diáspora Venezolana es la crónica de una muerte anunciada. Es el dramático resultado de un modelo económico asistencialista, impuesto por el Gobierno del extinto Presidente Hugo Chávez (1998-2012), y que aún durante la administración de Nicolás Maduro persiste.
La demanda mundial del crudo se contrae toda vez que los actores principales del mercado energético modifican sus posturas con respecto al consumo. Estados Unidos empieza a implementar técnicas modernas de extracción (fracking), y China e India detienen su crecimiento industrial; y como es de saber, al ser Venezuela un país supremamente dependiente de sus ingresos petroleros, en razón de sufrir desde hace ya un buen tiempo del llamado “síndrome holandés”, se da inicio a la época de las vacas flacas, haciendo alusión al sueño revelado por el profeta José al Faraón; por tanto el Presidente Maduro, con el transcurrir del tiempo, se queda sin dinero para redistribuir teniendo que recurrir a la represión y al apoyo de las Fuerzas Armadas, para contener el descontento social. Es entonces cuando los ciudadanos comienzan a cruzar las fronteras tratando de escapar de esa triste realidad.
Toda esta coyuntura fue pronosticada con suficiente tiempo de antelación por un buen número de eruditos de las ciencias económicas.En todo caso, a pesar de la previsibilidad del funesto escenario venezolano, los gobiernos de la región reaccionaron con actitudes apáticas, por no decir indiferentes. Hasta llegar al punto de permitir que la crisis migratoria venezolana explotara en sus narices.
En un primer momento el éxodo presento un ritmo paulatino y vino representado por ciudadanos pertenecientes a la clase media, por profesionales dispuestos a dejar su zona de confort a cambio de mejores expectativas.
Sin embargo, en los últimos meses la diáspora se ha incrementado exponencialmente, a niveles alarmantes, nunca abordada en la región, alcanzando ya los tres millones de personas, cerca de un 10% de la población del país, con proyección de no cesar a corto plazo, y lo más grave del asunto es que ahora las personas que migran son aquellas que constituyen las capas más bajas de la sociedad, los más vulnerables, quienes en su oportunidad representaban el apoyo electoral más firme para el gobierno en Venezuela.
Esta nueva característica del flujo venezolano requiere de una urgente protección y asistencia por parte de los países receptores generando un impacto muy severo en sus economías internas.
El problema es que América Latina sigue siendo una de las regiones más desiguales del mundo, confrontando actualmente serios problemas económicos y sociales, y con profunda limitaciones, como pocas habilidades o conocimientos en materia de refugiados y desplazados, para hacer frente a esta crisis humanitaria. Colombia, sin duda alguna es el país más afectado por esta ignominiosa calamidad.
Al ser vecino de Venezuela comparten una extensa frontera que funciona como puente para los migrantes en su propósito de dirigirse a otras latitudes.
Se estima que un millón de venezolanos residen en Colombia, de los cuales ochocientos mil han llegado el presente año, sobrepasando en consecuencia la capacidad asistencialista que puede brindar la nación neogranadina.Frente a este contexto, algunos gobiernos en la región, congregados en el llamado “Grupo de Lima”, se han propuesto articular esfuerzos para tratar de mitigar los efectos de la crisis migratoria, sin tomar en cuenta una condición siempre muy presente: La lenidad de la diplomacia.