Durante la última semana, han podido apreciarse dos ejemplos concretos de lo que en cuestión, no solo política, sino social en sentido amplio, se ha venido gestando desde hace varias décadas, pero que, solo hoy, cuando la difusión de la información es ciertamente masiva, casi gratuita y, sobre todo, inmediata, es posible medir en cuanto a sus efectos en la mente de las personas.
Me refiero a esa cosa frívola, superficial y alejada de la realidad que han dado en llamar “nuevas ciudadanías”, o con algún otro mote rimbombante y vacío, da igual, y que es en esencia una reivindicación equivocada (hecha por cauces impositivos –como la “identidad de género” en los colegios-, materializada sin consideración de la naturaleza humana profunda) de derechos que no necesariamente han sido arrebatados por unos necesariamente malos a otros necesariamente buenos, pues la historia no puede verse como una novela rosa, so pena de encandilamiento y quizás de ceguera irreversible.
No, la historia debe verse como lo que es: un desafío del hombre para el hombre mismo, y entonces sí intentar equilibrar las injusticias de la vida entre tales usando de la razón, nunca con violencia, pues de lo contrario las consecuencias no podrán denominarse sino perversas. Esto no me lo inventé anoche: es la experiencia la que dicta que se hagan análisis de los hechos, y, a partir de ellos, teorías. Nunca al contrario. O sí, pero esas teorías serán simples artificios sin aplicabilidad en las sociedades nacionales respectivas, e incluso en la internacional. Ahora, yo teorizo tanto aquí para no dejar lugar a malinterpretaciones (aunque ellas sean plaga inevitable): si Jair Bolsonaro, en Brasil, y, si Brett Kavanaugh, en los Estados Unidos, van ganando sus luchas no es, como dicen, por ejemplo, algunos en Colombia, porque “la gente se cansó de la izquierda”.
No funciona así el asunto, y, por eso, a afirmaciones de ese tipo no vacilo en etiquetarlas como peligrosas simplificaciones, tan nocivas como la propia causa última de que la gente vote o apoye a unos líderes, ya no de la derecha, ni de la “posverdad”, sino más bien de la “preverdad”, o sea, producto de esta época en que vivimos, la de la redefinición de los estados de la materia. (Así, el gobierno de Duque está erradicando en silencio la palabra “posconflicto” del diccionario oficial: ¿irá camino de deshacer la aceptación del conflicto que hace siete años este país por fin alcanzó?).
En efecto, si Bolsonaro se declara sin remilgos el hombre de la mano dura en Brasil, y casi la mitad de los votantes apoya sus tesis sociales regenerativas (como, en su momento, pasó con Trump); y, si al conservador Kavanaugh le dan vía libre y vitalicia hacia la Corte Suprema de los Estados Unidos (con todo y burdo montaje de los demócratas: actuaciones pagadas de Christine Blaisey Ford y de la mujer histérica de los gritos en el ascensor del Congreso, quien, para nuestra vergüenza y desgracia, es colombiana –parece que aquí no hay suficientes asesinos narco-paramilitares a los que gritar-) es porque algo pasa en el fondo, y acaso no sea simple “cansancio” de la gente, como se ha desinformado irresponsablemente, muy en la onda esa de no pensar ni hacer pensar mucho.
Ningún favor se les hace a los más urgidos de políticas públicas cuando el discurso de los derechos se lo arrogan y lo agotan tales “amorosos” activistas del contra-odio. Allá el que valide este vademécum de nuevas mentiras vengativas, pero con eso no se cambiará que, siempre que alguien diga ser dueño de la verdad, ello indique tapada podredumbre, y que, a no dudar, habrá reacción.