Aura, del mexicano Carlos Fuentes, fue publicada en 1962. Sus cincuenta y pico de páginas no son sino el resumen de una idea que me ha intrigado desde hace un rato: la posibilidad de crear, literariamente hablando, unos climas especiales para contar ficciones negras, nada agradables para una primera cita de novios, nada seráficos, por lo gótico de su estampa, nada legibles a través del júbilo…, en fin, pues, nada santurrones ni específicos, sino nebulosos como los mismos viajes de la conciencia suelen ser.
La narración de estos eventos que se suceden en medio de noches largas del espíritu no es asunto de risas. Lo es incluso menos cuando se trata de situarlos en medio de las recientes ciudades latinoamericanas, carentes de vida remota, de monumentos profundos y de temperaturas propicias para el viaje a través de los tiempos. En la luz muy histórica de la Ciudad de México de Fuentes, en efecto, hay algo que no va: es invierno y acaso también sea de día.
Carlos Fuentes escribió este libro cuando tenía más o menos treinta y tres años, y ya había publicado casi otros tres. Entonces ya era experimentado, aunque todavía joven. Forzado por el modo de vivir diplomático en el que nació, y en el que entendió desde pequeño los secretos del cosmopolitismo y los idiomas, los viajes, las mudanzas y las gentes, no había tenido más remedio que escribir. Supongo que por idénticas razones estudió derecho. ¿Qué otra cosa iba a hacer? Mientras tomaba derecho penal, rama que lo aburría, un profesor le dio el consejo de que leyera Crimen y castigo, de Fiódor Dostoyevski, para así aprender mejor de qué trataba la cuestión. Todavía sigo preguntándome dónde está la relación entre la teoría del delito y las letras rusas, pero creo que el truco funcionó, puesto que Fuentes, después, hasta clases de derecho dictó allí donde se hizo abogado.
Eran estos los mismos días en los que andaba casándose con una diva de la Época de Oro del cine mexicano, y cumplía con otros oficios; además, era cuando se las arreglaba para escribir La región más transparente, su primera novela, entre los intersticios del ajetreo. Pocos años más tarde, tres o cuatro, vino Aura. La novela corta por excelencia. Ella encierra en su cuerpo al menos dos virtudes capitales de este subgénero: es tan maleable como la mejor de las fábulas, en la que los hechos están quietos y a la vez frescos, como pasando ante los ojos del lector en el mismo momento en que se dice que pasan; y, no obstante, goza de estructura, tal que su sentido no es dar muestras gratuitas de fineza estilística, sino afincarse en la mente de su destripador momentáneo a la manera de un rompecabezas que, ya ensamblado, da como resultado una imagen de claroscuro, no borrosa –ya que es nítida-, que revela algo nuevo, misterioso y –en este caso- quizás maligno.
La novela corta ha ido variando durante el último medio siglo, más allá de que siga sin vender mucho, editorialmente hablando, y, así, pocos se animen a condensar lo que tienen que decir en obras que se leen en dos horas. Lo curioso es que tampoco parece haber mucho aliento para la novela larga, la de riesgosa escritura, porque el resultado es, o bien grandioso, o bien aburrido para los desertores fáciles. Tal vez hoy todo esté fijado en la novela “media”, es decir, en la que no termina de ser una cosa ni la otra, pero que tampoco se constituye en la combinación afortunada de aquellos extremos.