La moral y la ética (palabras que, para algunos entendidos, podrían ser intercambiables entre sí, pero que, estrictamente, no lo son: la recta moral es asunto personal, mientras la ética es cosa más bien gremial, profesional) son temas que se vuelven resueltamente públicos y, por lo tanto, objeto de control social, en la medida en que determinan de una u otra forma las decisiones de los detentadores del poder estatal.Ahora bien, cuando se trata de medir la calidad individual de a quienes la sociedad les ha encargado responsabilidades de gobierno para con los demás, pasa como algo natural en un globo ya irreflenable que aquellos que estén en posesión de las credenciales académicas más poderosas tiendan a ser reconocidos como sujetos de idoneidad al menos moral para representar a las comunidades, es decir, para dirigirlas desde su comprensión descontaminada.
Se asume también, a rajatabla casi –y es esto un hecho notorio-, que quien se ha pasado media vida encerrado en bibliotecas a todas horas del día y épocas del año (tanto, que quizás ya hasta padece de la mirada en exceso absorta del que ha gastado demasiado tiempo en soledad escuchando en su cabeza los planteamientos de otros, y rebuscándose los propios); ese, al que la “vida social” le pareció aburrida; ese mismo, al que la plata no lo sedujo lo suficiente como para montar una empresa con lo que sabía; ese, un académico.., es éticamente superior al político, el fino animal político que promete y promete y nada más sabe hacer. (Recuerdo ahora un entretenido librito publicado en entreguerras mundiales, y escrito por el alemán Max Weber, El político y el científico, que, si no fuera por el rabioso antisemitismo de su autor –el “científico” Weber-, hasta creíble resultaría).
Pero, la tecnocracia –el gobierno de los técnicos- no es nada nuevo. Las raíces de esta idea alcanzan a confundirse con el clímax de las revoluciones burguesas en Europa, cuando el pueblo le ganó al absolutismo su participación en la vida colectiva a partir, fundamentalmente, de la técnica industrial y de los coletazos conceptuales de la Ilustración en materia política y social. Así, los técnicos, esto es, los que entienden de ciertos temas porque los han estudiado, y no porque sí, empezaron a ejercer una influencia significativa, no solo en la esfera pública, sino especialmente en los ámbitos privados. Esto ha debido de extenderse hasta nuestros días, y a casi todos los territorios del orbe, tal vez por la omnipresente influencia de los Estados Unidos de América y su estilo de vida. Surge, entonces, el conflicto ético, que es posible que haya sido mejor contenido en sociedades, como la gringa, en las que hay algo menos de hipocresía (o de delincuencia) pero que, aquí, entre nosotros, es nefasto.
Me refiero a que la confusión entre lo privado y lo público, cuando no hay fronteras claras ente tales, deriva en que se presenten situaciones inesperadas, en las que, individuos con doctorados, de universidades prestigiosas, se comporten como el más feroz de los politicastros. Así, si bien será muy difícil demostrar judicialmente la comisión de un delito en el pasado por parte del actual ministro de Hacienda, el doctor en economía de la Universidad de Illinois Alberto Carrasquilla, sí ha quedado probado, a partir de la develación de que ha sido el cerebro de una política pública para el nivel territorial que, dadas sus características “técnicas”, después solo él estuvo en condiciones de redituar, que, tanto la existencia de controles a la puerta giratoria entre lo privado y lo público, como la probidad de los académicos, son asunciones apresuradas en Colombia, donde hay factores (¿éticos, morales?) adicionales y decisorios en el alma de los que son puestos al servicio de la gente, ya sean políticos o técnicos.