En marzo pasado, el escritor peruano Mario Vargas Llosa publicó en el diario El País, de Madrid, un artículo de opinión que tituló “Nuevas inquisiciones”. Allí decidió ocuparse de una reivindicación. Intentó recordar que existe determinado delirio incontrolado que bien podría acabar con la literatura tal y como la conocemos. Se refería con ello al feminismo radical (al de España, principalmente) y a su acometida imposición de ciertos cánones de escritura que, ni más ni menos, supondrían la puesta de anteojeras para que aquellos que se dedican a la elaboración de ficciones dejen de hacerlo conforme a sus necesidades, y se constituyan, por el contrario, en una suerte de propagandistas de una ideología que es mucho menos que eso y a lo que apenas podría llamársele sectarismo.
El suyo es un texto argumentado, que consta de un buen número de análisis y ejemplos para ser considerado un razonamiento en toda regla. Nada de emociones exacerbadas ni de pasiones chifladas, como apenas cabría esperar de un hombre tan puesto a prueba. Así que, si se le acusa de sexista a estas alturas a Vargas Llosa (como, en efecto, algunas de las señoras a las que contradijo lo hicieron), la falacia en ello no devendría sino evidente. Resultaría tan elaboradamente mentirosa como la propia idea que animó al ganador del Premio Nobel de Literatura de 2010 a descubrirse y atacar lo que, creo, debió ser desmentido hace mucho, al menos en Hispanoamérica: la corrección política que corrompe a casi todos los ámbitos habidos y que se esgrime en tanto que respuesta a problemas serios de las sociedades, pero que dista mucho de serlo.
Vargas Llosa dirige su crítica al feminismo violento, ese que no busca la igualdad entre los géneros, sino que se parapeta en dicho ideal de la humanidad para incentivar la intolerancia (y quizás hasta el odio, no necesariamente con motivos altruistas, desde luego, y, podría decirse, incluso motivado en algunos casos por apetitos particulares). Osó hacerlo, además, desde el reclamo público ante la ausencia de protesta por la publicación en España de un documento denominado “decálogo feminista”, en el que se insta a las autoridades de ese país a proscribir de los cursos escolares a autores como Pablo Neruda, Javier Marías y Arturo Pérez-Reverte, debido al diabólico machismo de sus obras. Cosa increíble. Como si los escritores crearan a la realidad y no fuera ésta el insumo de que se valen aquellos para recrear, transformar y hasta desfigurar lo que viven por sí mismos. Y, como si ese “pecado” solo lo cometieran los varones censurados, nunca las escritoras.
¿Hasta dónde puede llegar el fanatismo? Me acordé de esto porque actualmente leo un señor mamotreto de seiscientas y pico de ligeras páginas, “La bruja”, de una novelista sueca, Camilla Läckberg, que parece estar apestado de feminismo del malo. Los personajes hombres, cuando no son toscos y brutos, son debiluchos… y otra vez brutos. El punto de vista narrativo no es justo ni objetivo, tal que si ella quisiera hacer política con lo que no está dispuesto para eso. Sí: todo indica que Läckberg anhela “corregir” a la vida desde la ficción, y no al revés… ¿Por qué rehuir lo veraz?