Los abogados constitucionalistas que se oponen discretamente a la consulta popular del 26 de agosto próximo suelen zanjar la discusión (con un argumento en apariencia incontestable, por lo formalista) sobre si esas siete preguntas, o algunas de ellas, se harían ley inmediatamente. Afirman, sin mayores dudas, que el mecanismo de participación popular en cuestión no tiene la capacidad de producir efectos jurídicos por sí mismo, sino “apenas” derivaciones políticas que, aun contando con el respaldo de los votantes, todavía tendrían que pasar por el filtro del Congreso de la República para gozar de fuerza vinculante en el Estado social de derecho que es Colombia.
Eso, estrictamente, es cierto. Ahora bien, tal apego exégeta a la letra de la Constitución Política y de la ley sirve además para fundar el argumento central de quienes, increíblemente, se oponen a decirle sí a la implementación futura de ciertas medidas lógicas que, aunque no serían el conjuro que arregle esto, al menos demostrarían un poco de vergüenza nacional. En resumen, dicen los oposicionistas a la consulta que, incluso si el pueblo vota mayoritariamente para que el Congreso, ya legisle, ya reforme la Constitución, con base en la aprobación que reciban individualmente las preguntas formuladas, ello no serviría de nada puesto que las pretendidas herramientas jurídicas ya existen en nuestro ordenamiento, tiempo hace, y el problema es simplemente su puesta en práctica.
Ese “simplemente” lo puse ahí a propósito, desde luego. En caso de que no haya quedado claro, lo hice para tratar de ilustrar lo ridícula que se ve escrita la idea de que, en Colombia, la aplicabilidad de las leyes es un asunto fácil de resolver, y que basta con exigir su cumplimiento para que las autoridades actúen en derecho. Las cosas no son así en la realidad. En la vida de todos los días, por ejemplo, no son pocos los funcionarios públicos que ignoran lo que la ley les manda, prohíbe o permite respecto de sus actuaciones oficiales; así como no son escasos tampoco aquellos que, sabiendo lo que la ley les impone, desconocen abiertamente sus mandatos. ¿Por qué sucede esto? Entre muchas otras razones, porque gran parte de la población es pasiva ante ello. Pero, si bien no se puede acabar la corrupción “por decreto”, mal podría esta nación seguir postrada ante sus vicios.
No, si las normas jurídicas no tienen combustible político, no se produce la consecuencia prevista en ellas. Para cambiar esto, habría que cambiar a la sociedad, en primer lugar, lo cual, de hacerse, sería con educación. A largo plazo. Mientras eso pasa, existen intenciones útiles como esta, la de la consulta. Es un inicio, un principio, un grito en la oscuridad, más allá de que se cuestione su pertinencia: “¿Por qué ahora sería distinto, y entonces la normativa que a partir de la consulta llegare a producirse sí funcionaría?”. Quién puede anticiparlo. Tal vez se apueste a crear conciencia de la corrupción propia a través del impacto social que trae esta discusión. Parece poco. No lo es, a futuro.
Por último: se condena a los promotores de la iniciativa a razón de una eventual victoria en las urnas. Aclaro que no soy su partidario, y digo: ¿qué de injusto tendría darles el crédito? Hay que votar.