Un presidente cumple el segundo período constitucional para el que fue elegido y se despide de ese, su último cargo público, el más importante entre muchos otros que ha detentado a lo largo de su vida (como si para ello hubiera nacido), pero sin dejar de ser teatral. A su discreta manera. El adiós in extremis de este presidente -se supone, ya sin poder- hace recordar, sin querer o quién sabe si queriéndolo, aquella secuencia de escenas finales de la primera parte de la película gringo-siciliana El Padrino, de 1972, obra maestra exquisita que he visto innúmeras veces, que conozco con fina precisión de aficionado. Aunque tal vez no sea yo el único que sepa algo de cine de mafiosos ni al que le gusten los giros dramáticos que superan y se burlan de la atenta expectativa del espectador.
En el filme que digo, el día decidido por Michael Corleone para ajustar cuentas con sus enemigos amantes de la bala había sido cuidadosamente seleccionado por él. Cosas que no se ven, pero que se saben, si se tiene la paciencia suficiente para atar cabos. Michael debió de reunir a sus más experimentados malandros e impartirles una serena instrucción: van a actuar con sincronía y sin temblor de muñeca por las consecuencias de sus actos: los mismos gestos viriles que él, en persona, había exhibido ya para alivianarse de dos duros hampones entonces hacía un tiempo ya.
Mientras atentaban contra el presidente de Venezuela, Nicolás Maduro, el todavía presidente Juan Manuel Santos, según se informó después, estaba en el bautizo de su nieta querida. Tal vez haya sido solo una burla del colombiano aprovechándose de las conjeturas del venezolano que tanto le amargó la vida, o quizás se trate simplemente de una coincidencia, pero el hecho es que, cuando, en la ficción, los eficaces secuaces de Michael Corleone están ejecutando en simultánea a los jefes de las cinco familias que le impiden ser feliz, él también está ocupado en el sacramento del bautismo, el de un sobrino al que un par de horas después dejará sin padre. Azares del destino, digo yo.
Ahora sí, en serio. Dicen que Santos le dejó un gran problema al presidente Iván Duque por el reconocimiento del Estado palestino. No creo que sea así. En realidad, pienso que le hizo un favor: ya no tendrá que cargar con el peso interno de una decisión cuya omisión era una vergüenza externa para un país como Colombia. Podrá, Duque, seguir diciéndose uribista sin necesidad de justificar algo que él no hizo, y, mientras, usar las ventajas geopolíticas de que se considere al Estado colombiano uno serio y confiable, y no uno capturado y corrupto. Confianza internacional es igual a inversión, allá afuera, en el mundo de verdad globalizado que nos perdemos por aquí, en la parroquia amurallada por los que además aplauden la elección de presidente en modalidad no presencial.
No somos pocos los que apostamos por que Duque, paulatinamente, vaya deslindando su ámbito de acción del Centro Democrático, como desde ya las voces más autorizadas y venenosas de ese partido lo han anticipado. Pues no puede ser de otra forma: Duque no va a querer hacerse con la responsabilidad histórica de tomar decisiones de Estado que no se correspondan con la realidad, y así complacer a algunos. Querrá ser presidente, y para ello ni siquiera necesita tener la experiencia de Santos, solo le bastará con aferrarse a la ley. Las urgencias de la gente se lo exigirán.