No creo en la brujería ni en nada que se le parezca. Ahora bien, quiero ser claro en lo que digo: el hecho de que no valide sus efectos, no implica que ignore la frecuencia de su práctica, incluso en los considerados altos niveles sociales.
Además, estoy plenamente consciente de que mucha gente no solo la cultiva, de una u otra forma, sino que confía a ojos cerrados en sus resultados, y, por ende, en sus postulados, que son aquellos relacionados con la destrucción ajena. Esto sí preocupa. Porque, que alguien les otorgue poder
es sobrenaturales a diferentes manifestaciones de la materia, tales como elementos orgánicos, tierra de cementerios, partes de cuerpos humanos vivos o muertos, no significa nada más allá de que a esa persona le falta situar los pies en el suelo y, sobre todo, ponerse a trabajar (tanto para subsistir, como en un proyecto vital que valga la pena). Sin embargo, por otro lado, no hay que subestimar a la malevolencia y lo que de ella se deriva.
El hecho de que un individuo se tome el trabajo de seguir rituales “mágicos” al pie de la letra, con el objetivo de causar desmedro en la vida de otro ciudadano, es más, mucho más tenebroso que cualquier película de horror naturalmente diseñada para asustar. Si alguien cree que puede hacer morir a través de lo intangible, ¿significa eso que podría intentar lo mismo mediante lo tangible, lo que se puede tocar? Es decir, si es tan fuerte el deseo de acabar al enemigo que se llega al extremo de recurrir a las artes de la oscuridad para ello, ¿estamos hablando de gentes no menos capaces de matar con sus propias manos a ese cuya sola existencia no les permite vivir en paz?
(Recuerdo a ciertos amigos que me he encontrado en el camino, y que querrían verme muerto antes de tiempo. ¿Habré tomado algún bebedizo suyo sin darme cuenta? Es demasiado tarde para saberlo, aunque siempre agradezco un gesto amable y ni pienso de dónde proviene lo que me sirven…).
Tanto más podría decirse de quienes se ocupan de dizque prevenir las presuntas consecuencias de los maleficios en sus mentes o cuerpos, destinos o suertes. No hablo de los supersticiosos, que yo mismo lo soy, y es algo que comprendo, por lo tanto: hay camisas suertudas (¿por lo bien lavadas?), y, en cambio, se ve gente que trae consigo la pava, la mufa, la sal; hay días en los que las estrellas estallan y es mejor estarse quieto y callado, pero, asimismo, vienen aparentemente inexplicables rachas de victorias. Hablo de otra cosa. De los que consuman en sus cuerpos, casas u oficinas ceremonias similares y teóricamente defensivas respecto de aquellas que, presumen, otros les han dedicado antes. Me parece que estos precavidos también merecen condena, pues, si creen en la contra, es porque primero creyeron en la potencia del ataque metafísico que están repeliendo, ¿no?
A mí me da la impresión de que asignarle un valor de verdad a lo que ya es malo, empleando hechizos preventivos, es igual de delirante que invocar el mal a distancia para ese a quien se odia. Es jugar en el mismo terreno, solo que a un alto precio psicológico. Es abrir la puerta a pensamientos de victimización abstrusa, y, así, a su correspondiente venganza. ¿Será verdad que el nuevo presidente de la República cree en la brujería, en sus efectos y en sus contras, como se ha comentado? ¿Es esto lo de los próximos cuatro años?: ¿exorcismos y contraataques paranoides?