Marlon Marín, sobrino de Iván Márquez, capturado en la operación contra Jesús Santrich, negoció en pocas horas con los Estados Unidos y hoy es testigo protegido. Tiene información sobre la participación en narcotráfico de otros miembros de la cúpula de las Farc y sobre el entramado de corrupción que hay entre amigos de gobierno y de esa organización guerrillera en torno a la implementación del pacto de “paz”.
Casi de inmediato su tío, el comandante, anunció que se trasladaba a la zona de desmovilización de Caquetá. De acuerdo con la prensa, Márquez sostuvo que Santrich le advirtió que el “próximo capturado sería él”. El traslado de Márquez no es otra cosa que su huida. En las narices del gobierno Santos.
Mientras tanto, Erna Solberg, primera ministra de Noruega, visitaba Colombia. Una parte de su agenda se desarrolló bajo el absoluto silencio de los dos gobiernos. Pero no contaban con que dos comandantes, Pastor Alape y Victoria Sandino, contarían en sendos trinos que se reunieron con Solberg y habrían discutido con ella la captura de Santrich, de la que ya estaban advertidos por cuenta de un soplón ex guerrillero que hace parte de la Unidad Nacional de Protección que a su vez recibió la información de un coronel retirado de la Policía. ¿Si la captura de Santrich no se hubiera acelerado, habría viajado a Noruega? ¿O la conversación sobre los probados vínculos del comandante con el narcotráfico solo avergonzó a Solerg, cuyo gobierno no solo es garante del proceso sino que premió a Santos con un Nobel por una paz que no existe y por hacer un pacto de impunidad con una organización que está metida hasta el cuello en el narcotráfico?
Unos días después, tras el asesinato de tres periodistas por una supuesta “disidencia” de las Farc, Lenin Moreno, presidente del Ecuador, suspendía el papel de su país como sede de los diálogos con el Eln y se preguntaba si en realidad las Farc habían dejado el negocio del narcotráfico.
Más allá de las dudas y preguntas que levantan los episodios, conectados los unos con los otros, una vez más se demuestra que el narcotráfico es el centro de gravedad de la violencia en Colombia. Y que si no se resuelve, la “paz” no será posible. El narcotráfico es una plaga que exige soluciones drásticas y de fondo, no pañitos de agua tibia ni actitudes complacientes. El pacto con las Farc no solo no resuelve el problema sino que, no me cansaré de decirlo, lo incentiva a través de un conjunto de incentivos perversos que deben desmontarse si queremos avanzar.
Para empezar, hay que retomar la erradicación forzada y la fumigación aérea y eliminar la salvaguardia que impide por dos años perseguir penalmente a los narcocultivadores. En paralelo, hay que eliminar la posibilidad de tratar el narcotráfico como un delito conexo a los delitos políticos y objeto de amnistía e indulto. Hay que establecer plazos muy cortos para alcanzar acuerdos de erradicación voluntaria y asegurar la presencia integral del Estado en las zonas cocaleras. Se deben poner en marcha mecanismos muy ágiles para la extinción de dominio de los terrenos y bienes usados para el narcotráfico. Hay que eliminar la ruptura al principio de igualdad frente a la ley que supone darle beneficios a los campesinos que siembran coca, amapola o marihuana que nunca han tenido quienes siembran cultivos lícitos. Y desmontar el mecanismo de lavado de activos acordado con Santos y obligar a las Farc a que entreguen sin dilación su fortuna, so pena de ir a la cárcel para pagar por la totalidad sus delitos. Para terminar, hay que obligarlos a entregar, de una vez y para siempre, rutas, laboratorios, narcocultivos, cómplices.
La actual situación solo contribuye al crecimiento exponencial del problema. El mar de coca no es solo unas cifras enormes de deforestación, daño ambiental y hectáreas cultivadas, como nunca antes en nuestro país. Es la tragedia que hay detrás de todos y cada uno de los episodios de corrupción y violencia que hemos vivido en estas dos últimas semanas.