En el año 1994, el fotógrafo Kevin Carter, fue galardonado con el Premio Pulitzer por tomar y divulgar una recordada fotografía en que un niño casi en estado de inanición, en la peor época de hambrunas en Sudán, trataba de llegar a rastras a un campo de refugio de la comunidad internacional, dónde lo más probable es que le proveerían alimentos, mientras lo observaba un buitre al acecho de que muriera, para, seguramente picotearle y saborear sus entrañas.
El fotógrafo documentó ese triste instante y lo difundió en esta sociedad del morboso consumo, luego obtuvo sus quince minutos de fama que muchos desean como al anillo precioso que atrapa a Gollum. Cuando cayó en cuenta de que nunca sabría qué pasó con el niño, que, por ejemplo, habría podido salvarlo y otra sería la historia; cuando empezaron a señalarlo en las calles y a padecer los cargos de la consciencia, no pudo con este peso y se suicidaría. Quizás por esto es que algunos autores dicen que la consciencia es una estructura inestable.
El pasado fin de semana, por mensajería de texto llegó un vídeo de un vigilante que días después de ser atracado por una pandilla de barrio en Santa Marta, atacaría a su eventual agresor, propinándole una puñalada con arma blanca y éste mismo, en igual conducta, malherido, con su cuadrilla de malhechores, lo perseguirían hasta capturarlo y lincharlo hasta morir, a la vista de los vecinos, y de los encubridores que grababan la escena, como si fuera una tacha de infamia o una letra escarlata. El vídeo rodaría en las redes, hasta el infinito, al punto de que un noticiero nacional, de manera irresponsable lo habría reseñado en horario triple A, generando una gran indignación, rechazo y miedo frente al hecho de que algún justiciero intentó tomar la justicia por su propia mano, terminando por ser ajusticiado en forma violenta. ¿Eso es normal en una democracia?
Es difícil intentar analizar este manicomio de Goya, símbolo de retraso, de una derrota estratégica a la democracia y a lo que nos une como sociedad en su conjunto. Por un lado, el delito de raponeo. Por otro, la amenaza de las pandillas. También la autocomposión o autodefensa. El miedo que lleva a no denunciar. La poca operatividad de la justicia para judicializar a los autores o por lo menos para hacer presencia de inmediato, de manera que se pudiera evitar la comisión de estos hechos a plena luz del día; al final de cuentas, entre otros, la cultura de la morbosidad, del juego del amarillismo, que poco a poco nos ha ido deshumanizando, hasta volvernos una especie de cosas.
Podrían haber muchas interpretaciones, móviles, intrigas, preguntas, hasta explicaciones. Lo que no se alcanza a comprender es a quién le cabe en la cabeza divulgar estos videos o tomarlos en vivo y en directo mientras a una persona la torturan hasta la muerte. ¿Eso es progreso, eso es civilización? La pregunta en sí sería: ¿el progreso nos ha deshumanizado? Es decir, ¿es más importante para el individuo de hoy grabar con su smartphone la tortura para difundirlo en redes comunitarias, mal llamadas sociales, que intentar socorrer o salir a denunciar o a buscar ayuda frente a lo que estaba ocurriendo?
El morbo los hace estar ahí a estos individuos, como en el circo romano, para ver a los que van a morir, para después salir, como autómatas, a contarlo: Yo estuve ahí, lo grabé, le tomé fotos, lo vi, lo puse en las redes y miles le dieron like o me lo postearon; ay soy un genio promotor del miedo, del mayor pecado -la vanidad- como dice el abogado del diablo, sin pensar en el dolor que genera la muerte, sea por el deseo de venganza por la pérdida de un simple teléfono y el salario con el que sobrevivía el vigilante, sea por la desmedida respuesta de los agresores iniciales, sea por la injusticia o por la violencia desmedida e irracional, sea por cualquier otra cosa. Esto es lo que debería pesar en la consciencia de las personas que grabaron y colgaron el vídeo en el Internet así como del medio de comunicación que con amarillismo, cohonestando con la morbosidad, lo difundió: no respetar la memoria, la dignidad de quien murió y de su familia, no respetar el valor supremo de la vida.
Es cierto que estos perversos hechos no se pueden dejar pasar ni mirar para otro lado. También que la indiferencia picotea las entrañas de la cohesión social. Pero, de igual forma, es necesario que la ciudadanía denuncie, rechace de manera contundente estas conductas desviadas; que consecuente con esto la justicia opere con efectividad; que en una democracia, en tiempos de construcción de Paz y de reconciliación, en los espacios de debate público, de sana convivencia, siempre se preserven el derecho a la vida y a la dignidad humana.