La teoría política clásica enseña que los particulares se desprenden de parte de sus derechos a defenderse y a buscar justicia por cuenta propia para que sea el Estado el que haga justicia en procura del bien común y la paz. Así, la justicia y la paz van de la mano. Si hay justicia hay paz. Si no hay justicia, el Estado incumple su razón de ser y se genera caos y ausencia de paz. Igualmente, en caso de que el Estado no defienda de manera adecuada los intereses de los particulares, es decir, su vida, honra y bienes, es válida la defensa propia, siempre y cuando la defensa sea legítima y correlativa en fuerza a la agresión, especialmente por la ausencia del Estado. Las Farc, durante varias décadas, delinquieron a sus anchas. Durante la década de los 90s y principios del nuevo siglo, coparon la capacidad del Estado.
El Estado careció de eficacia en su accionar, dejando indefensas varias zonas del país y a sus habitantes. Las Farc tomaron regiones y pueblos enteros. Los ciudadanos no podían viajar por las carreteras. Los secuestros y las pescas milagrosas eran el pan de cada día. El país estuvo sumido en la peor de las pesadillas, por obra y gracia de los grupos guerrilleros y en especial de las Farc, herencia del comunismo soviético y la revolución cubana.
El Estado colombiano, débil en su accionar, durante años fue incapaz de reducirlos y conducirlos a la justicia. El narcotráfico multimillonario y la anuencia de Venezuela y el gobierno Chavista fueron el combustible durante años. Igualmente, no había ninguna justificación para la “revolución”. Colombia siempre fue un país democrático y por ello se alternaron gobiernos de diferentes tendencias durante el Siglo XX, salvo el golpe de Estado y gobierno de Rojas Pinilla. El Estado Colombiano, lenta, pero de manera vehemente y consistente, se trasformó en un Estado social de derecho. Ajustó sus sistemas de salud y pensiones, mejoró la educación, realizó reformas agrarias, abrió sus mercados, creció su economía, creó empleo y, en general, propendió por la prosperidad de todos sus ciudadanos. El Estado se volvió más sensible, más humano, más tolerante, más abierto.
Todo ello ocurrió a pesar y durante el accionar de los grupos guerrilleros por más de cinco décadas y porque así lo quisieron los colombianos de bien. No hubo justificación legítima alguna para la creación de grupos guerrilleros, ni hubo en ningún momento una política de Estado para crear y fomentar grupos paramilitares. No es válido el accionar de las farc, soportado en el mal llamado “derecho a la rebelión”. El Estado Colombiano siempre defendió el orden institucional y los derechos humanos. Es canalla atribuirle al Estado Colombiano, y por ello a todos los gobiernos democráticos de los últimos cincuenta años, una política criminal de Estado para la formación y fomento de grupos paramilitares y que, como parte de esta política, las autoridades colaboraron con los mismos. De hecho, si hay responsabilidad es por omisión, por no cumplir con su obligación legal e institucional de proteger la vida, honra y bienes de los ciudadanos. Como resultado, algunos particulares, al sentirse desprotegidos, se sintieron legitimados, sin estarlo, para constituir grupos paramilitares que de manera ilegal y abusiva llevaron la violencia a dimensiones absurdas e inaceptables. En general, las autoridades defendieron la institucionalidad de manera legítima y el grueso de los ciudadanos de manera estoica, soportaron el accionar de unos y de otros, de guerrilleros y paramilitares. Por eso resulta absolutamente inaceptable lo que el Proyecto de Acto Legislativo No. 4 de 2017 pretende, es decir, prohibir la formación y fomento de grupos paramilitares y garantizar el monopolio de las armas por parte del Estado, lo cual está, de suyo, prohibido e incluido en la legislación vigente. Por ello, lo único que pretende semejante bestialidad jurídica es darle legitimidad a las Farc y deslegitimar a la fuerza pública y la resistencia estoica de los ciudadanos de bien en los últimos cincuenta años.