Cuando la propaganda reemplaza a la información, la verdad queda oculta, con todos los males que ello puede traer.
Gobiernos deseosos de poder contar solamente éxitos, preocupados por su calificación en las encuestas, o angustiados por sus desaciertos, apelan a la propaganda para presentar su interpretación de las incidencias de la vida política y de la aventura de gobernar. En la medida que programan una forma acomodaticia de interpretar y presentar la realidad, pueden obtener los réditos de una credibilidad inicial que a veces llega a producir la euforia inocente de quienes se creen bien gobernados porque alguien parece interpretar y responder adecuadamente a las aspiraciones populares.
El descubrimiento de la fórmula no es reciente. Siempre ha habido ocasión para realizar el esfuerzo de la propaganda, según los elementos de difusión propios de cada época. Como si esa práctica fuese de alguna manera inherente al ejercicio del poder. Solo que la verdad termina por resultar más o menos encubierta, para ser reemplazada por unas “construcciones” que no son sino el resultado de la invención de explicaciones, o en el mejor de los casos de la interpretación de los hechos por parte de quien gobierna, bien o mal.
Conseguido el propósito de convertir en “verdades” todo aquello que un aparato eficiente de propaganda busca que los demás, sobre todo los “ciudadanos del común”, crean, piensen, reproduzcan y defiendan, se vuelven moneda corriente formas unívocas de entender la realidad y de afrontar las dificultades internas y exteriores del proceso histórico de cada sociedad.
El montaje del aparato propagandístico casi siempre conduce a la conclusión de que el mejor timonel, frente a esas dificultades, es el propio inventor de las “interpretaciones adecuadas” de la realidad, que se convierte en orientador supremo y único de la conciencia nacional, y por lo tanto le cabe el derecho de dirigir la nave del Estado hacia donde tenga a bien. No obstante, el ejercicio es difícil de sostener, pues más temprano que tarde surge el reto de afrontar el manejo de la propia maraña de interpretaciones de la realidad, que por tratarse de combinaciones de artificios y realidades pierde fácilmente la congruencia y requiere cada vez de nuevas ideas, frente a realidades más complejas y a hechos contradictorios o difíciles de controvertir.
Si bien es cierto que la armonía de la propaganda se puede ver en ocasiones ayudada por circunstancias favorables, la armazón de verdades y de interpretaciones no puede ser tan perfecta como para tener éxito continuado, sin que se comiencen a presentar fisuras que más tarde se amplían para convertirse en factores de colapso de la construcción.
Las fisuras en la lógica de la propaganda provienen, por lo general, de la ausencia de unanimidad en las interpretaciones de unos mismos hechos. Por algún lado sale alguien que, con una mirada diferente, interpreta las cosas de manera distinta de la oficial. Así comienzan a aparecer los retos a las verdades oficiales, que por lo general, y salvo que frente a ellas el gobierno decida acallar de una vez por todas cualquier voz que no coincida con su tono, se convierten en alternativa de pensamiento y acción para sectores que encuentran más lógica y creíble una visión distinta de la oficial.
Atrapado un gobierno en las contradicciones de su discurso por el surgimiento de interpretaciones alternativas y creíbles de los mismos hechos, suele echar a circular explicaciones sobre la base de la teoría de la conspiración interna o internacional. Explicaciones fáciles de improvisar en materia política y sumamente difíciles de hacer creer en materia económica, cuando las necesidades acosan la cotidianidad de cada vez más amplios sectores de la sociedad.
El problema con la construcción de explicaciones sobre la base de la conspiración es que, en la medida que no se pueda probar que ésta última existe, terminan por fortalecerse las interpretaciones de los hechos que compiten con las verdades oficiales. Demostrado que la conspiración no existe, o no puede existir, la apelación a ella pierde toda utilidad y se erosiona de manera creciente la idea de que el pensamiento del gobierno encarna la verdad.
Desgastado el discurso, bajo las premisas de unas verdades que no pudieron aguantar la confrontación con los hechos, y exacerbadas las ambiciones de control absoluto del aparato del Estado, mediante el irrespeto o la manipulación de otros factores de poder, como sucede con la Asamblea Nacional y el Tribunal Supremo Justicia de Venezuela, y siendo evidentes las equivocaciones estratégicas de acelerar un proceso que se aleja cada vez más del Estado que planteó originalmente la Constitución Bolivariana, todo parecería indicar que el régimen de nuestro vecino país estaría maduro para caer, al menos en los términos del concepto tradicional de la democracia liberal.
Es posible que el diálogo de sordos que, de pronto a sabiendas de su inutilidad, reclaman sectores favorables al gobierno, apenas aplace un poco más la madurez del proceso. Aunque existe otra fórmula, dramática y todavía más dolorosa, que ojalá no lleve a cabo al gobernante, que es la de abandonar la institucionalidad que heredó y pasarse abiertamente, de un golpe, a un modelo diferente, que por anacrónico que sea, le daría un tiempo adicional en el poder, a un precio todavía más caro para la nación.