El hecho de que el nuevo alcalde de Londres sea musulmán no es el aspecto más importante de su llegada al poder.
El credo religioso de un gobernante, por sí solo, si no está al servicio de la militancia política o de la pretensión de adoctrinar, no tiene porqué traer consecuencias en la orientación de su mandato. En cambio merece consideración especial un fenómeno con ingredientes históricos, políticos y culturales, cuya complejidad es a la vez símbolo de nuestro tiempo y presagio de realidades futuras: el origen paquistaní del elegido.
Sin llevar una gota de sangre británica, Sadiq Khan dirige ahora el destino de la otrora capital del Imperio que dominó con mano de hierro la tierra de sus antepasados por cerca de doscientos años. Sus ancestros fueron por generaciones súbditos de la East India Company y luego del British Raj, esto es el gobierno directo por parte de la Corona, que terminó en 1947, cuando sus abuelos, que habían nacido en otro lugar, se vieron forzados a moverse hacia Pakistán, el estado musulmán que resultó de la dolorosa partición de la India. Sus padres migraron hacia Londres justo antes del nacimiento del nuevo alcalde.
La vida temprana de Khan transcurrió como la de cualquier muchacho de una familia asiática con ocho hijos enclavada en Londres: vivienda de tres alcobas provista por el Consejo de Earlsfield, escuela pública, trabajos ocasionales en construcción o en tiendas de departamentos, fascinación permanente por la variedad cultural del entorno y una que otra molestia o agresión racista en su contra. Desde entonces fue también testigo del ritual de acumulación de pequeños ahorros para enviar a la familia en Pakistán, no solo para ayudar a quienes siguen atrapados en una sociedad que no les ofrece mayores alternativas de progreso, sino como agradecimiento a Alá por la fortuna de vivir en la metrópolis y contar con un empleo.
Los inmigrantes no son mayoría en la capital británica, pero suman cerca del cuarenta por ciento de sus habitantes. Son ellos quienes al pensar y hablar en más de trescientas lenguas, con el inglés como denominador común, han convertido a la ciudad en una de las más universales del planeta. Son quienes le dan colorido y le han cambiado para siempre su carácter, pues cada día crecen nuevas generaciones de británicos de una clase particular, como el Alcalde Khan, que poco a poco van ocupando posiciones políticas y sociales que no estarán dispuestos a abandonar.
Lo significativo del reciente cambio de gobierno en Londres es que la elección de Sadiq Khan proviene, en pleno Siglo XXI, de una sociedad multirracial y multicultural, dentro de la que los británicos originales siguen siendo mayoría, que votó por él como candidato laborista, que supo reconocer sus méritos por encima de cualquier otra consideración y en particular fue capaz de rechazar la descalificación de la que se le quiso hacer objeto por su filiación religiosa. De manera que envió un mensaje claro de madurez política, apertura y conciliación, justo en un momento de pugnacidad tremenda entre Europa y el Islam radical. Mensaje que sirve de cortafuego a la brutalidad de personajes como Donald Trump, con su propuesta de impedir la entrada de musulmanes a los Estados Unidos, y Beppe Grillo, líder del movimiento de derecha italiano “Cinco Estrellas” con su chiste de mal gusto en el sentido de que espera el momento en el que el nuevo alcalde londinense se inmole, como cualquier terrorista suicida, frente a Westminster.
En los años setenta del Siglo XX, para no ir más atrás, los inmigrantes de la India, Pakistán, Jamaica, Nigeria, Ghana, y otras ex colonias del Imperio Británico, hacían cola en busca de trabajo y se movían por la ciudad, en la mayoría de los casos, como ciudadanos de segunda. Para ellos existían, claro está, opciones de progreso por encima de los estándares de sus países de origen, pero llevaban un discreto estigma impuesto por una sociedad que no imaginaba que a la vuelta de unos años los llegaría a considerar parte de una nueva realidad, y que uno de ellos llegaría a la cabeza del único gobierno importante del Reino Unido que tiene origen en el voto directo de los ciudadanos.
También en los setenta el dictador de Uganda, Idi Amín Dadá, se atribuía la condición de “Conquistador del Imperio Británico”, por el hecho de haber expulsado de Kampala a los últimos representantes diplomáticos de la antigua metrópolis. Todo el mundo reía, porque su ocurrencia, por inverosímil y extravagante, no llegaba siquiera a ofender a nadie. En cambio ahora sí que se siente la avanzada de conquistadores de verdad, que han llegado ya hasta la silla de mando de la capital del Imperio que gobernó sus países de origen, e impuso allí su impronta, durante largos años. Como si la historia concediera turnos para que a cada uno le llegue la oportunidad de gobernar al otro.