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Jue, Nov

Historias que marcan

Columnas de Opinión
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Escrito por:

María Padilla Berrío

María Padilla Berrío

Columna: Opinión

e-mail: majipabe@hotmail.com

Twitter: @MaJiPaBe

Estudió economía en la Universidad Nacional de Colombia y actualmente se encuentra terminando sus estudios de Derecho en la Universidad de Antioquia. Nacida en Riohacha, radicada en Medellín. Ha realizado varias investigaciones académicas con la Universidad Nacional y se ha desempeñado como ponente en diversos eventos académicos a nivel nacional e internacional. En la actualidad es dependiente judicial y dirige el cine club de la Facultad de Derecho y Ciencias Políticas de la Universidad de Antioquia.

Emprendimos la tarea titánica de embarcar a unos 120 niños en el trencito, la responsabilidad de devolverlos sanos y salvos a casa, tal como los sacamos, era grande. No es fácil ordenar esa cantidad de niños inquietos, presurosos, expectantes. Ellos estaban al borde del colapso esperando el tren, nosotros también, estábamos colapsados tratando de mantener el control.

Mientras esperábamos nos turnábamos. Algunos se inventaban juegos para mantener a los niños ocupados, otros se sentaban alrededor de los que no jugaban para estar pendientes de que ninguno se ausentara, nos rotábamos. En esas, algunos iban y venían, se acercaban ansiosos a preguntar cuánto tardaba en llegar el tren, que si el hermanito podía venir, que si podían jugar, que si les daba dulces, en fin, iban y venían.

Algunos se quedaban. Se sentaban a nuestro lado a acompañarnos en la larga espera. Ya se empezaban a notar las caras largas, muchos se quejaban de hambre, de sueño, de que los papás los iban a regañar, en fin. Otros empezaban a hacer una larga lista de preguntas relacionadas con lo que hacíamos, por qué vienen, por qué lo hacen, quiénes los mandan, cómo lo hacen…

Y llegó el momento de los comentarios: nunca había ido a una novena así, me dijo una niña que se sentó a mi lado y me abrazó. Entonces me conmovió. Comencé a hablar con ella sobre su vida, qué año cursaba, qué materias le gustaban más, qué tal le iba en el colegio, cómo eran las cosas en su casa… en realidad era una vida sin grandes sobresaltos, aunque me llamó la atención cuando me dijo que iba al colegio en la mañana y en la tarde.

¿Por qué todo el día? Le pregunté. Me dijo que tenía problemas de aprendizaje y que en la mañana recibía clases y en las tardes refuerzo. Que le costaba mucho aprender las lecciones y que se esforzaba bastante, que ella quería estudiar y ser como nosotros cuando creciera. Entonces me asusté, ¿cómo así que quieres ser cómo nosotros, y es que acaso qué somos para que te llame la atención? Y entonces me dijo algo contundente: quiero ayudar a los demás.

Quedé muda, no supe qué decir. La miré a través de sus ojos diáfanos y sonreí. Entonces apliqué lo que siempre he creído, que cuando alguien sueña no hay que cortarle las alas; le dije que así sería, que seguro lo lograría. Entonces me abrazó y me dio las gracias. Yo me quedé absorta en el momento.

Nos embarcamos en el tren, por fin llegó. Todos gritaban de alegría, no sabían para dónde mirar ni cómo manejarlo. Empezamos a andar y se asombraban con cualquier cosa: una casa bonita, un local de comidas, un árbol con luces navideñas sin nada espectacular, cosas así. A mí, en medio de mi cansancio y mi asombro, me causaba gracia.

Después de un rato, cuando regresamos, desembarcamos a los niños y emprendimos la tarea inicial, llevarlos a casa. Ya era de noche, algunos no necesitaban ayuda para llegar, eran grandecitos. Otros, los más pequeños, sí la necesitaban. Me encontré a una niña de no más de cinco años que estaba sola en medio de la multitud. ¿Dónde vives?, le pregunté. En una casa de barro, me contestó, ¡y entonces se me vino el mundo encima! En medio de su inocencia sabía que su casa era de barro, aunque no estoy segura si comprendía qué significaba ello. Me causó gracia la respuesta, casi todas las casas en el barrio El Aeropuerto de Riohacha eran de barro. Entonces apareció una niña mayor que dijo ser la hermanita y se la llevó. Y ya no me causó tanta gracia la respuesta, comprendí la magnitud de la realidad de esos niños y la vida llena de dificultades que les espera. Pero ellos estaban felices, no se cambiaban por nadie en esos momentos.

Supe entonces, con más contundencia que siempre, que a pesar de que el mundo no va a cambiar con las pequeñas acciones que hagamos, el solo hecho de ver a un niño feliz vale cualquier esfuerzo. Recolectar juguetes para darle a los niños que, por una u otra circunstancia, posiblemente no tendrán uno en la mañana del 25 de Diciembre, no cambiará el mundo, es más, cambiará muy poco o nada, pero ver sonreír a un niño, no tiene precio.